Para comprender el dolor, tenemos en realidad que comprender la naturaleza del tiempo y la estructura del pensamiento. El tiempo tiene que detenerse, pues de lo contrario, sólo estaremos repitiendo la información que hemos acumulado como un cerebro electrónico. Si no termina el tiempo, lo cual significa la terminación del pensamiento, habrá mera repetición, ajuste, una continua modificación; nunca habrá nada nuevo. Somos como cerebros electrónicos glorificados, tal vez un poco más independientes, pero, sin embargo, maquinales en la forma en que funcionamos.
Así, para comprender la naturaleza del dolor y para acabar con éste, tiene uno que comprender el tiempo; y comprender el tiempo es comprender el pensamiento. Los dos no están separados. Al comprender el tiempo, nos encontramos con el pensamiento; y la comprensión de éste es la terminación del tiempo y, por lo tanto, la del dolor. Si eso está muy claro, entonces podemos mirar el dolor sin rendirle culto, como hacen los cristianos. Aquello que no comprendemos, lo adoramos o destruimos, lo ponemos en una iglesia, en un templo o en un oscuro rincón de la mente, y le tenemos mucho miedo; o le damos de puntapiés, lo tiramos, o bien escapamos de ello. Mas aquí no estamos haciendo ninguna de esas cosas. Vemos que durante miles de años el hombre ha luchado con este problema de la pena, y que no ha podido resolverlo; se ha endurecido, pues, para ella, la ha aceptado, diciendo que es una parte inevitable de la vida.
Mas el limitarse a aceptar el dolor es, no sólo estúpido, sino que contribuye a embotar la mente, la vuelve insensible, brutal, superficial, y, por lo tanto, la vida se vuelve falsa, un proceso de mero trabajo y placer. Uno vive una existencia fragmentada, como hombre de negocios, científico, artista, sentimental, como persona llamada religiosa, etc. Mas, para comprender el dolor y librarse de él, tenéis que comprender el tiempo y, por consiguiente, el pensamiento. No podéis negar el dolor ni huir, eludirlo por las diversiones, las iglesias, las creencias organizadas; ni podéis aceptarlo y rendirle culto; y, para no hacer ninguna de estas cosas, hace falta mucha atención, que es energía.
El dolor está arraigado en la lástima de sí mismo y, para comprenderlo, tiene primero que haber una implacable operación sobre toda lástima de sí mismo. No sé si habréis observado cómo os compadecéis de vos mismo, por ejemplo, cuando decís: “Me siento solo”. Desde el momento en que os tenéis lástima, ya habéis proporcionado el terreno en que arraiga el dolor. Por mucho que justifiquéis vuestra autolástima y la racionalicéis, le deis lustre, la tapéis con ideas, todavía estará ahí, enconándose hondamente en vuestro interior. Así, pues, un hombre que quiera comprender el dolor tiene que empezar por librarse de esta trivialidad brutal, egocéntrica, egoísta, que es la lástima de sí mismo. Podéis teneros lástima por tener una dolencia o porque hayáis perdido a alguien por la muerte, o porque no os hayáis realizado y en vista de ello os sintáis frustrado, embotado; pero, sea la que fuere la causa, la lástima de sí mismo es la raíz del dolor. Y, una vez que estéis libres de esta lástima, podréis mirar el dolor sin rendirle culto ni escapar de él ni darle una significación espiritual sublime, como cuando decís que tenéis que sufrir para encontrar a Dios, cosa que es pura insensatez. Sólo la mente embotada, estúpida, es la que soporta el dolor. No tiene que haber, pues, aceptación alguna ni negación de él. Cuando no os tengáis lástima, habréis privado al dolor de todo sentimentalismo, de todo el emocionalismo que surge de la autolástima; y entonces podréis mirar al dolor con atención completa.
Espero que estéis haciendo esto efectivamente conmigo esta mañana, según avanzamos, y que no os limitéis a aceptar verbalmente lo que se está diciendo. Daos cuenta de vuestra propia embotada aceptación del dolor, y de vuestra racionalización, vuestras excusas, autolástima, sentimentalismo, actitud emotiva frente al dolor, porque todo eso disipa la energía. Para comprender el dolor tenéis que prestarle toda vuestra atención, y en esa atención no caben las excusas, el sentimiento, la racionalización, y no hay lugar para ninguna clase de lástima de sí mismo.
Espero que me estaré expresando claramente cuando hablo de dar toda nuestra atención al dolor. En esa atención no hay esfuerzo para resolver o para comprender el dolor. Está uno simplemente mirando, observando. Cualquier esfuerzo para comprender, para racionalizar o para eludir la pena, contradice ese estado negativo de completa atención, en el cual puede comprenderse esto que se llama dolor.
No estamos analizando, no investigamos analíticamente el dolor para librarnos de él, porque eso no es más que otra jugarreta de la mente. Esta analiza el dolor y entonces imagina que ha comprendido y que está libre de ese dolor, cosa que es disparatada. Podéis libraros de una clase determinada de dolor, pero éste volverá a surgir en otra forma. Hablamos del dolor como una cosa total –del dolor en sí–, sea vuestro, mío o de cualquier otro ser humano.
Como he dicho, para comprender la pena tiene que haber comprensión del tiempo y del pensamiento, tiene que haber una percepción sin selección, de todos los modos de escapar, de toda lástima de sí mismo, de todas las verbalizaciones, para que la mente llegue a estar en completa quietud frente a algo que tiene que comprenderse. No hay entonces división alguna entre el observador y la cosa observada. No es que vos –el observador, el pensador– tengáis pena y estéis mirando esa pena, sino que existe sólo el estado de pena. Ese estado de dolor no dividido es necesario, porque cuando miráis el dolor como observador creáis conflicto, que embota la mente y disipa la energía, y por consiguiente, no hay atención.
Cuando la mente comprende la naturaleza del tiempo y del pensamiento, cuando ha desarraigado la lástima de sí mismo, el sentimentalismo, el emocionalismo y todo eso, entonces el pensamiento –que ha creado toda esa complejidad– termina, y no existe el tiempo; por lo tanto, estáis directa e íntimamente en contacto con esa cosa que llamáis dolor. Este se sostiene sólo cuando uno escapa de él, cuando desea eludirlo o resolverlo o adorarlo. Mas cuando no hay nada de todo eso, porque la mente está en contacto directo con el dolor y, por lo tanto, en completo silencio con respecto a él, entonces descubriréis vos mismo que en la mente no hay dolor en absoluto. Desde el momento en que la propia mente está en completo contacto con el hecho del dolor, ese mismo hecho resuelve todas las cualidades del tiempo y del pensamiento que producen el dolor. Este, por consiguiente, termina.
Saanen 28/07/1964
La Mutación Psicológica, Ed Krishnamurti, Puerto Rico, Cap VIII, pg 126 a 130