A la luz de Krishnamurti

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EL DOLOR

Publicado el 16 de julio de 2012

El Dolor…el sufrimiento, la insuficiencia, la angustia, la carencia…Todas palabras asociadas a nuestra «naturaleza» psicológica. Es obvio, y eso lo aclara K permanentemente, que se refiere a estados internos; ¿pero será cierto que el dolor está indisolublemente asociado a nuestra naturaleza?

En los siguientes textos veremos cómo lo encara desde distintas perspectivas, pero siempre destacando la importancia que posee comprender su raíz para intentar una vida distinta.

Categoría Su Legado

La Mutación Psicológica

Publicado el 15 de julio de 2012

Para comprender el dolor, tenemos en realidad que comprender la naturaleza del tiempo y la estructura del pensamiento. El tiempo tiene que detenerse, pues de lo contrario, sólo estaremos repitiendo la información que hemos acumulado como un cerebro electrónico. Si no termina el tiempo, lo cual significa la terminación del pensamiento, habrá mera repetición, ajuste, una continua modificación; nunca habrá nada nuevo. Somos como cerebros electrónicos glorificados, tal vez un poco más independientes, pero, sin embargo, maquinales en la forma en que funcionamos.

Así, para comprender la naturaleza del dolor y para acabar con éste, tiene uno que comprender el tiempo; y comprender el tiempo es comprender el pensamiento. Los dos no están separados. Al comprender el tiempo, nos encontramos con el pensamiento; y la comprensión de éste es la terminación del tiempo y, por lo tanto, la del dolor. Si eso está muy claro, entonces podemos mirar el dolor sin rendirle culto, como hacen los cristianos. Aquello que no comprendemos, lo adoramos o destruimos, lo ponemos en una iglesia, en un templo o en un oscuro rincón de la mente, y le tenemos mucho miedo; o le damos de puntapiés, lo tiramos, o bien escapamos de ello. Mas aquí no estamos haciendo ninguna de esas cosas. Vemos que durante miles de años el hombre ha luchado con este problema de la pena, y que no ha podido resolverlo; se ha endurecido, pues, para ella, la ha aceptado, diciendo que es una parte inevitable de la vida.

Mas el limitarse a aceptar el dolor es, no sólo estúpido, sino que contribuye a embotar la mente, la vuelve insensible, brutal, superficial, y, por lo tanto, la vida se vuelve falsa, un proceso de mero trabajo y placer. Uno vive una existencia fragmentada, como hombre de negocios, científico, artista, sentimental, como persona llamada religiosa, etc. Mas, para comprender el dolor y librarse de él, tenéis que comprender el tiempo y, por consiguiente, el pensamiento. No podéis negar el dolor ni huir, eludirlo por las diversiones, las iglesias, las creencias organizadas; ni podéis aceptarlo y rendirle culto; y, para no hacer ninguna de estas cosas, hace falta mucha atención, que es energía.

El dolor está arraigado en la lástima de sí mismo y, para comprenderlo, tiene primero que haber una implacable operación sobre toda lástima de sí mismo. No sé si habréis observado cómo os compadecéis de vos mismo, por ejemplo, cuando decís: “Me siento solo”. Desde el momento en que os tenéis lástima, ya habéis proporcionado el terreno en que arraiga el dolor. Por mucho que justifiquéis vuestra autolástima y la racionalicéis, le deis lustre, la tapéis con ideas, todavía estará ahí, enconándose hondamente en vuestro interior. Así, pues, un hombre que quiera comprender el dolor tiene que empezar por librarse de esta trivialidad brutal, egocéntrica, egoísta, que es la lástima de sí mismo. Podéis teneros lástima por tener una dolencia o porque hayáis perdido a alguien por la muerte, o porque no os hayáis realizado y en vista de ello os sintáis frustrado, embotado; pero, sea la que fuere la causa, la lástima de sí mismo es la raíz del dolor. Y, una vez que estéis libres de esta lástima, podréis mirar el dolor sin rendirle culto ni escapar de él ni darle una significación espiritual sublime, como cuando decís que tenéis que sufrir para encontrar a Dios, cosa que es pura insensatez. Sólo la mente embotada, estúpida, es la que soporta el dolor. No tiene que haber, pues, aceptación alguna ni negación de él. Cuando no os tengáis lástima, habréis privado al dolor de todo sentimentalismo, de todo el emocionalismo que surge de la autolástima; y entonces podréis mirar al dolor con atención completa.

Espero que estéis haciendo esto efectivamente conmigo esta mañana, según avanzamos, y que no os limitéis a aceptar verbalmente lo que se está diciendo. Daos cuenta de vuestra propia embotada aceptación del dolor, y de vuestra racionalización, vuestras excusas, autolástima, sentimentalismo, actitud emotiva frente al dolor, porque todo eso disipa la energía. Para comprender el dolor tenéis que prestarle toda vuestra atención, y en esa atención no caben las excusas, el sentimiento, la racionalización, y no hay lugar para ninguna clase de lástima de sí mismo.

Espero que me estaré expresando claramente cuando hablo de dar toda nuestra atención al dolor. En esa atención no hay esfuerzo para resolver o para comprender el dolor. Está uno simplemente mirando, observando. Cualquier esfuerzo para comprender, para racionalizar o para eludir la pena, contradice ese estado negativo de completa atención, en el cual puede comprenderse esto que se llama dolor.

No estamos analizando, no investigamos analíticamente el dolor para librarnos de él, porque eso no es más que otra jugarreta de la mente. Esta analiza el dolor y entonces imagina que ha comprendido y que está libre de ese dolor, cosa que es disparatada. Podéis libraros de una clase determinada de dolor, pero éste volverá a surgir en otra forma. Hablamos del dolor como una cosa total –del dolor en sí–, sea vuestro, mío o de cualquier otro ser humano.

Como he dicho, para comprender la pena tiene que haber comprensión del tiempo y del pensamiento, tiene que haber una percepción sin selección, de todos los modos de escapar, de toda lástima de sí mismo, de todas las verbalizaciones, para que la mente llegue a estar en completa quietud frente a algo que tiene que comprenderse. No hay entonces división alguna entre el observador y la cosa observada. No es que vos –el observador, el pensador– tengáis pena y estéis mirando esa pena, sino que existe sólo el estado de pena. Ese estado de dolor no dividido es necesario, porque cuando miráis el dolor como observador creáis conflicto, que embota la mente y disipa la energía, y por consiguiente, no hay atención.

Cuando la mente comprende la naturaleza del tiempo y del pensamiento, cuando ha desarraigado la lástima de sí mismo, el sentimentalismo, el emocionalismo y todo eso, entonces el pensamiento –que ha creado toda esa complejidad– termina, y no existe el tiempo; por lo tanto, estáis directa e íntimamente en contacto con esa cosa que llamáis dolor. Este se sostiene sólo cuando uno escapa de él, cuando desea eludirlo o resolverlo o adorarlo. Mas cuando no hay nada de todo eso, porque la mente está en contacto directo con el dolor y, por lo tanto, en completo silencio con respecto a él, entonces descubriréis vos mismo que en la mente no hay dolor en absoluto. Desde el momento en que la propia mente está en completo contacto con el hecho del dolor, ese mismo hecho resuelve todas las cualidades del tiempo y del pensamiento que producen el dolor. Este, por consiguiente, termina.

Saanen 28/07/1964

La Mutación Psicológica, Ed Krishnamurti, Puerto Rico, Cap VIII, pg 126 a 130

Categoría Su Legado

La Llama De La Atención

Publicado el 15 de julio de 2012

¿Hay un cese para el sufrimiento? El hombre ha hecho todo lo posible para trascender el sufrimiento. Le ha rendido culto, ha escapado de él, lo ha sustentado en su corazón, ha tratado de buscar consuelo en el sufrimiento, ha perseguido la senda de la felicidad, se ha aferrado, se ha adherido a ella con el fin de evitar el sufrimiento. Aun así, el hombre ha sufrido, los seres humanos han sufrido en todo el mundo a través de los tiempos. Han tenido diez mil guerras –piensen en los hombres y mujeres que fueron mutilados y muertos, en las lágrimas que se derramaron, en la agonía de las madres, de las esposas y de todas esas personas que han perdido a sus hijos, a sus maridos, a sus amigos, por motivo de las guerras que se han estado sucediendo milenios tras milenios y que todavía continúan, multiplicando armamentos en vasta escala.

Existe este inmenso dolor de la humanidad. El hombre pobre que marcha por ese camino, jamás conocerá un buen cuarto de baño, ni tendrá ropas limpias, ni viajará en avión; todos los placeres que uno tiene, él jamás los conocerá. Y está el dolor de un hombre que es muy ilustrado y el del hombre que no es ilustrado. Está el dolor de la ignorancia; y está el dolor de la soledad. Casi todos conocen el dolor de la soledad; pueden tener muchos amigos, muchísimos conocimientos, pero igualmente son personas muy solitarias. Si ustedes son bien conscientes de si mismos, saben lo que es esa soledad –una sensación de total aislamiento. Uno puede tener esposa, hijos, muchísimos amigos, pero llega un día o un acontecimiento que nos hace sentir totalmente aislados, solos. Ése es un dolor tremendo. Luego está el dolor de la muerte, el dolor por alguien que hemos perdido. Y está el dolor que ha ido aumentando, acumulándose a través de milenios de existencia humana.

Y también está el dolor del propio deterioro personal, de la pérdida personal, de nuestra personal falta de inteligencia, de capacidad. Y nos preguntamos si ese dolor puede terminarse alguna vez. ¿O es que debe uno nacer con el dolor y morir con el dolor? Desde el punto de vista lógico, racional, intelectual, podemos encontrar muchas causas para el dolor; están todas las innumerables explicaciones del budismo, del hinduismo, del cristianismo o del Islam. Pero a pesar de las explicaciones, de las causas, de las autoridades que buscan justificar todo esto, el dolor sigue acompañándonos siempre. ¿Es, entonces, posible terminar con ese dolor? Porque si el dolor no se termina, no hay amor, no hay compasión. Hemos de investigar esto muy profundamente y ver si el dolor puede cesar alguna vez.

Quien les habla sostiene que hay un cese para el dolor, un cese total; lo cual no significa que uno carezca de afecto, que sea duro o indiferente. El cese del dolor, del sufrimiento, implica el comienzo del amor. Y ustedes, naturalmente, preguntarán: ¿Cómo? ¿Cómo ha de cesar el dolor? Cuando preguntan “¿cómo?”, lo que desean es un sistema, un método, un proceso. Por ese motivo es que piden: “Dígame cómo lograrlo. Seguiré la senda, el camino.” Desean una dirección cuando preguntan: ¿Cómo he de terminar con el dolor?” Esa pregunta, ese requerimiento, esa indagación dice: “Muéstreme cómo hacerlo.”

Cuando ustedes preguntan “cómo”, están formulando la pregunta incorrecta –si se me permite señalarlo—porque sólo se interesan en vencer al dolor. La manera en que lo abordan es: “Díganos como superarlo.” Y así jamás se acercan realmente al dolor. Si uno quiere mirar ese árbol, debe aproximarse a él para ver su belleza, la sombra, el color de las hojas, si tiene o no tiene flores –uno tiene que acercarse al árbol. Pero ustedes jamás se acercan al dolor. Jamás se acercan porque siempre lo eluden, escapan de él. Así que el modo en que abordan el dolor tiene mucha importancia; o lo abordan con el motivo de escapar de él, de buscar consuelo en él y evitarlo, o lo abordan acercándose al dolor lo más posible. Descubran ustedes si se acercan de este modo al dolor. No pueden acercarse mucho al dolor si hay autocompasión o si existe de alguna manera el deseo de encontrar la causa, la explicación; en ese caso lo eluden. Importa, pues, muchísimo el modo como aborda uno el dolor, cómo se acerca a él y cómo lo ve, cómo percibe el dolor.

¿Es la palabra dolor la que a uno le hace sentir dolor? ¿O es el hecho? Y si es un hecho, ¿desea uno acercarse a él de modo tal que uno sea el dolor? Uno no es diferente del dolor. Eso es lo primero que hay que ver –que uno no es diferente del dolor. Uno es el dolor. Uno es la ansiedad, la soledad, el placer, la angustia, el miedo, la sensación de aislamiento. Uno es todo eso. Por lo tanto, se acerca lo más que puede a eso, uno es eso y, en consecuencia, permanece con eso.

Cuando queremos mirar ese árbol, nos acercamos a él, observamos cada detalle, nos tomamos tiempo. Miramos, miramos, miramos, y el árbol nos revela toda su belleza. No le contamos al árbol nuestra historia; si lo observamos, él nos la cuenta a nosotros. Del mismo modo, si nos acercamos al dolor hasta tocarlo, si lo miramos, si no escapamos de él, si vemos lo que trata de revelarnos –su profundidad, su belleza, su inmensidad—entonces, si permanecemos con el dolor enteramente, con ese solo movimiento el dolor llega a su fin. No recuerden meramente esto para después repetirlo. Eso es lo que acostumbran a hacer los cerebros de ustedes: memorizan lo que ha dicho quién les habla y luego preguntan: ¿Cómo llevaré eso a la práctica? Debido a que uno es el dolor, es todo eso y, por consiguiente, no puede escapar de sí mismo. Uno mira el dolor, y no hay división entre el observador y lo observado –uno es eso, no hay división. Cuando no hay división, uno permanece totalmente con el dolor. Ello requiere muchísima atención, una gran intensidad y claridad, la claridad de la mente que ve instantáneamente la verdad.

Entonces, desde ese fin del sufrimiento, llega el amor.

Benarés, 26 de noviembre de 1981

La llama de la atención, Editorial Errepar, Buenos Aires, pags: 45 a 48

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La Verdadera Revolución

Publicado el 15 de julio de 2012

Una mente meditativa está en silencio. No es el silencio que el pensamiento concibe; no es el silencio de una tarde callada; es el silencio que viene cuando el pensamiento –con todas sus imágenes, sus palabras y percepciones—ha cesado enteramente. Esta mente meditativa es la mente religiosa –la religión que no es movida por la iglesia, los templos o los salmos.

La mente religiosa es la explosión del amor. Este amor no conoce separación. Para él lo lejos está cerca. No es el uno o los muchos, sino más bien ese estado de amor en que cesa toda división. Como la belleza, no se mide con palabras. Desde este silencio es que únicamente actúa la mente meditativa.

Había llovido el día antes, y al atardecer el cielo había estado repleto de nubes. A lo lejos los montes se cubrían de nubes luminosas que producían gran deleite. Y mientras las observábamos, iban adquiriendo formas distintas.

El sol poniente, con su luz de oro, sólo tocaba una o dos montañas de nubes, pero esas nubes parecían tan sólidas como el negro ciprés. A medida que las mirábamos, naturalmente nos íbamos silenciando. El vasto espacio y el árbol solitario en la colina, la cúpula distante y la charla a nuestro alrededor eran parte de este silencio. Sabíamos que la mañana siguiente sería hermosa porque la puesta de sol era roja. Y era bella; no había una sola nube en el cielo, y estaba muy azul. Las flores amarillas, y la blanca floración del árbol frente al oscuro seto de ciprés, y el olor a primavera llenaban la tierra. El rocío cubría la yerba y lentamente la primavera iba emergiendo de la oscuridad y del frío invierno.

Dijo que acababa de perder a su hijo. Éste había tenido un empleo muy bueno y pronto habría llegado a ser uno de los directores de una importante compañía. Se hallaba aún bajo el efecto de esta pérdida, pero tenía un gran dominio de sí mismo. No era del tipo que llora –no derramaba lágrimas fácilmente. Toda la vida se había entrenado en la escuela del trabajo duro en una tecnología realista. No era un hombre imaginativo, y lo problemas complejos, sutiles y psicológicos de la vida, apenas lo habían tocado.

La muerte reciente de su hijo era un golpe que no reconocía. Y dijo: “Es un triste suceso”.

Esta tristeza era una cosa terrible para su esposa e hijos. “¿Cómo puedo explicarles la terminación del dolor, de la cual ha hablado usted?” Yo mismo lo he estudiado y tal vez lo he comprendido, pero, ¿qué puede esperarse de los otros que están envueltos en el problema?”

El dolor está en todos los hogares, a la vuelta de cada esquina. Todos los seres humanos sufren este pesar abrumador, causado por tantos incidentes y accidentes. El dolor parece una ola interminable que arrasa al hombre, casi ahogándolo; y la lástima que despierta el dolor engendra amargura y cinismo.

¿La pena que usted siente, es por su hijo, por usted mismo, o por haberse roto la continuidad de usted en su hijo? ¿Hay dolor por lástima propia? ¿O hay dolor porque él prometía tanto en el aspecto mundano?

Si es lástima propia, entonces esta preocupación por uno mismo, este elemento aislador en la vida –aunque tenga la apariencia exterior de relación– tiene que ser causa de aflicción inevitablemente. Este proceso aislador, esta actividad del propio interés en la vida cotidiana, esta ambición, esta búsqueda de la propia importancia, este modo de vivir, que separa, aunque estemos o no alertas a todo ello, ha de traer soledad, de la cual tratamos de escapar de diferentes maneras. La propia lástima es la pena de la soledad, y a esa pena se le llama dolor.

Luego hay también el dolor de la ignorancia –no la ignorancia por falta de libros o de conocimiento técnico, o por falta de experiencia, sino la ignorancia que hemos aceptado en torno de la idea de tiempo, evolución, la evolución de lo que es a lo que debe ser –la ignorancia que nos obliga a aceptar la autoridad con toda su violencia, la ignorancia del conformismo con sus peligros y aflicciones, la ignorancia de no conocer la completa estructura de uno mismo. Este es el dolor que el hombre ha propagado dondequiera que ha ido.

Por lo tanto, debemos tener claro lo que es eso que llamamos dolor –el dolor, que es aflicción, la pérdida de lo que se suponía bueno, el dolor de la inseguridad y del constante requerimiento de seguridad. ¿En cuál de ellos se halla usted preso? A menos que esto esté claro, no hay finalidad para el dolor.

Esta claridad no es una experiencia verbal ni el resultado de un hábil análisis intelectual. Hay que estar alerta al dolor con la misma claridad con que se está alerta cuando tocamos, sensorialmente, esa flor.

Sin comprender la estructura completa del dolor, ¿cómo podemos terminarlo? Podemos huir de él, yendo al templo o a la iglesia o dedicándonos a la bebida –pero todos los escapes, ya sea hacia Dios o hacia el sexo, son iguales porque no disuelven el dolor.

Despliegue, pues, el mapa del dolor y trace todos los senderos y caminos. Si permite que el tiempo cubra este mapa, entonces el tiempo fortalecerá la brutalidad del dolor. Tiene que abarcar el mapa de una sola ojeada –viendo la totalidad y luego los detalles, no los detalles primero y después la totalidad. Para que cese el dolor, tiene que terminar el tiempo.

El pensamiento no puede dar fin al dolor. Cuando el tiempo se detiene, el pensamiento, como línea de conducta del tiempo, cesa. El pensamiento y el tiempo son los que dividen y separan, y el amor no es ni pensamiento ni tiempo.

Vea el mapa del dolor, no con los ojos de la memoria. Escuche todo su murmullo; sea parte de él, pues usted es tanto el observador como lo observado. Sólo entonces cesa el dolor. No hay otro camino…

La verdadera revolución, Editorial Orion, Puerto Rico, Pags: 141 a 144

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