Una mente meditativa está en silencio. No es el silencio que el pensamiento concibe; no es el silencio de una tarde callada; es el silencio que viene cuando el pensamiento –con todas sus imágenes, sus palabras y percepciones—ha cesado enteramente. Esta mente meditativa es la mente religiosa –la religión que no es movida por la iglesia, los templos o los salmos.
La mente religiosa es la explosión del amor. Este amor no conoce separación. Para él lo lejos está cerca. No es el uno o los muchos, sino más bien ese estado de amor en que cesa toda división. Como la belleza, no se mide con palabras. Desde este silencio es que únicamente actúa la mente meditativa.
Había llovido el día antes, y al atardecer el cielo había estado repleto de nubes. A lo lejos los montes se cubrían de nubes luminosas que producían gran deleite. Y mientras las observábamos, iban adquiriendo formas distintas.
El sol poniente, con su luz de oro, sólo tocaba una o dos montañas de nubes, pero esas nubes parecían tan sólidas como el negro ciprés. A medida que las mirábamos, naturalmente nos íbamos silenciando. El vasto espacio y el árbol solitario en la colina, la cúpula distante y la charla a nuestro alrededor eran parte de este silencio. Sabíamos que la mañana siguiente sería hermosa porque la puesta de sol era roja. Y era bella; no había una sola nube en el cielo, y estaba muy azul. Las flores amarillas, y la blanca floración del árbol frente al oscuro seto de ciprés, y el olor a primavera llenaban la tierra. El rocío cubría la yerba y lentamente la primavera iba emergiendo de la oscuridad y del frío invierno.
Dijo que acababa de perder a su hijo. Éste había tenido un empleo muy bueno y pronto habría llegado a ser uno de los directores de una importante compañía. Se hallaba aún bajo el efecto de esta pérdida, pero tenía un gran dominio de sí mismo. No era del tipo que llora –no derramaba lágrimas fácilmente. Toda la vida se había entrenado en la escuela del trabajo duro en una tecnología realista. No era un hombre imaginativo, y lo problemas complejos, sutiles y psicológicos de la vida, apenas lo habían tocado.
La muerte reciente de su hijo era un golpe que no reconocía. Y dijo: “Es un triste suceso”.
Esta tristeza era una cosa terrible para su esposa e hijos. “¿Cómo puedo explicarles la terminación del dolor, de la cual ha hablado usted?” Yo mismo lo he estudiado y tal vez lo he comprendido, pero, ¿qué puede esperarse de los otros que están envueltos en el problema?”
El dolor está en todos los hogares, a la vuelta de cada esquina. Todos los seres humanos sufren este pesar abrumador, causado por tantos incidentes y accidentes. El dolor parece una ola interminable que arrasa al hombre, casi ahogándolo; y la lástima que despierta el dolor engendra amargura y cinismo.
¿La pena que usted siente, es por su hijo, por usted mismo, o por haberse roto la continuidad de usted en su hijo? ¿Hay dolor por lástima propia? ¿O hay dolor porque él prometía tanto en el aspecto mundano?
Si es lástima propia, entonces esta preocupación por uno mismo, este elemento aislador en la vida –aunque tenga la apariencia exterior de relación– tiene que ser causa de aflicción inevitablemente. Este proceso aislador, esta actividad del propio interés en la vida cotidiana, esta ambición, esta búsqueda de la propia importancia, este modo de vivir, que separa, aunque estemos o no alertas a todo ello, ha de traer soledad, de la cual tratamos de escapar de diferentes maneras. La propia lástima es la pena de la soledad, y a esa pena se le llama dolor.
Luego hay también el dolor de la ignorancia –no la ignorancia por falta de libros o de conocimiento técnico, o por falta de experiencia, sino la ignorancia que hemos aceptado en torno de la idea de tiempo, evolución, la evolución de lo que es a lo que debe ser –la ignorancia que nos obliga a aceptar la autoridad con toda su violencia, la ignorancia del conformismo con sus peligros y aflicciones, la ignorancia de no conocer la completa estructura de uno mismo. Este es el dolor que el hombre ha propagado dondequiera que ha ido.
Por lo tanto, debemos tener claro lo que es eso que llamamos dolor –el dolor, que es aflicción, la pérdida de lo que se suponía bueno, el dolor de la inseguridad y del constante requerimiento de seguridad. ¿En cuál de ellos se halla usted preso? A menos que esto esté claro, no hay finalidad para el dolor.
Esta claridad no es una experiencia verbal ni el resultado de un hábil análisis intelectual. Hay que estar alerta al dolor con la misma claridad con que se está alerta cuando tocamos, sensorialmente, esa flor.
Sin comprender la estructura completa del dolor, ¿cómo podemos terminarlo? Podemos huir de él, yendo al templo o a la iglesia o dedicándonos a la bebida –pero todos los escapes, ya sea hacia Dios o hacia el sexo, son iguales porque no disuelven el dolor.
Despliegue, pues, el mapa del dolor y trace todos los senderos y caminos. Si permite que el tiempo cubra este mapa, entonces el tiempo fortalecerá la brutalidad del dolor. Tiene que abarcar el mapa de una sola ojeada –viendo la totalidad y luego los detalles, no los detalles primero y después la totalidad. Para que cese el dolor, tiene que terminar el tiempo.
El pensamiento no puede dar fin al dolor. Cuando el tiempo se detiene, el pensamiento, como línea de conducta del tiempo, cesa. El pensamiento y el tiempo son los que dividen y separan, y el amor no es ni pensamiento ni tiempo.
Vea el mapa del dolor, no con los ojos de la memoria. Escuche todo su murmullo; sea parte de él, pues usted es tanto el observador como lo observado. Sólo entonces cesa el dolor. No hay otro camino…
La verdadera revolución, Editorial Orion, Puerto Rico, Pags: 141 a 144