15 de noviembre de 1978
Un ser humano, psicológicamente, es la humanidad total. No sólo la representa sino que es la totalidad de la especie humana. Un ser humano es, en esencia, la psiquis total de la humanidad. Sobre esta realidad, diversas culturas han impuesto la ilusión de que cada ser humano es diferente. La humanidad ha estado atrapada en esta ilusión durante siglos, y esta ilusión ha llegado a convertirse en una realidad. Si uno observa muy detenidamente la total estructura psicológica de uno mismo, descubrirá que tal como uno sufre, así sufre toda la humanidad en grados diversos. Si uno es un solitario, la humanidad toda conoce la soledad. La agonía, los celos, la envidia y el miedo son conocidos por todos. De modo que, psicológicamente, internamente, uno es igual a otro ser humano. Puede haber diferencias físicas, biológicas; uno es alto o bajo, etcétera, pero básicamente uno es el representante de toda la humanidad. Por tanto, psicológicamente cada uno de nosotros es el mundo; cada uno es responsable por toda la humanidad, no por sí mismo como un ser humano separado, lo cual es una ilusión psicológica. Como el representante de toda la raza humana, la respuesta de uno es total, no parcial. Así, la responsabilidad tiene un significado por completo diferente.
Uno tiene que aprender el arte de esta responsabilidad. Si captamos la plena significación de que uno es psicológicamente el mundo, entonces la responsabilidad se convierte en amor cuya fuerza es irresistible.
Editorial Edhasa, Barcelona, 1984, pág. 24 a 26
15 de diciembre de 1978
En una de nuestras cartas anteriores dijimos que la responsabilidad total es amor. Esta responsabilidad no es por una nación, grupo o comunidad particular, o por una determinada deidad o por alguna forma de programa político o por nuestro gurú propio, sino por toda la humanidad. Ello debe ser profundamente comprendido y sentido, y ésta es la responsabilidad del educador. Casi todos nosotros nos sentimos responsables por nuestra familia, nuestros hijos, etcétera, pero no tenemos el sentimiento de estar totalmente interesados y comprometidos con el medio circundante, con la naturaleza, ni nos sentimos totalmente responsables por nuestras acciones. Este interés absoluto es amor. Sin este amor no puede haber un cambio en la sociedad.
Los idealistas, aunque puedan amar su ideal o su concepto, no han generado una sociedad radicalmente diferente. Los revolucionarios, los terroristas, no han alterado de ningún modo fundamental el patrón de nuestras sociedades. Los revolucionarios, físicamente violentos han hablado de libertad para todos los hombres, han hablado de formar una nueva sociedad, pero todas las jergas y las consignas han torturado posteriormente el espíritu y la existencia. Ellos han deformado las palabras a fin de adaptarlas a su propia limitada perspectiva. Ninguna forma de violencia ha cambiado, en su sentido más fundamental, a la sociedad. Numerosos códigos impuestos por la autoridad de unos pocos han producido cierta clase de orden en la sociedad. Aun los totalitarismos, mediante la tortura y la violencia, han establecido superficialmente una apariencia de orden. No estamos hablando de un orden semejante en la sociedad.
Decimos muy claramente y del modo más enfático, que es sólo la responsabilidad total –que es amor– por la humanidad, la que básicamente puede transformar el presente estado de la sociedad. Cualquiera sea el sistema que pueda existir en diversas partes del mundo, está corrupto, degenerado y es totalmente inmoral. No tenemos más que mirar alrededor de nosotros para ver este hecho. En todo el mundo, millones y millones se gastan en armamentos, y todos los políticos hablan de paz mientras se preparan para la guerra. Las religiones han declarado una y otra vez la santidad de la paz, pero han alentado guerras y sutiles formas de violencia y tortura. Existen innumerables divisiones y sectas con sus sacerdotes, sus rituales y toda la insensatez que impera en el nombre de dios y de la religión. Donde hay división tiene que haber desorden, lucha, conflicto –sea religioso, político o económico. Nuestra sociedad moderna está basada en la codicia, la envidia y el poder. Cuando uno considera esto tal como es realmente –este abrumador mercantilismo– ve que todo ello indica degradación e inmoralidad básica. La responsabilidad del educador consiste en cambiar radicalmente el patrón de nuestra vida, que es la base de toda sociedad. Estamos destruyendo la tierra y todas las cosas que hay en ella; todo es destruido para nuestra gratificación.
La educación no implica meramente enseñar diversos temas académicos, sino que implica el cultivo de la responsabilidad total en el estudiante. Como educador no se da uno cuenta de que está dando nacimiento a una nueva generación. Casi todas las escuelas se ocupan solamente de impartir conocimientos. No se interesan para nada en la transformación del hombre y de su vida diaria; y usted, el educador en estas escuelas, necesita tener este interés profundo y este cuidado por la responsabilidad total.
¿De qué manera, pues, puede usted ayudar al estudiante par que sienta esta cualidad de amor en toda su excelencia? Si usted mismo no siente esto profundamente, hablar acerca de la responsabilidad carece de sentido. Como educador, ¿puede usted sentir la verdad de esto?
Ver esa verdad producirá naturalmente este amor y la responsabilidad total. Tiene usted que considerarlo, observarlo diariamente en su vida, en la relación con su esposa, sus amigos, sus estudiantes. Y en su relación con los estudiantes, usted les hablará de esto desde su corazón –no buscará la mera claridad verbal. El sentimiento de esta realidad es el mayor don que el hombre pueda tener, y una vez que ello esté ardiendo en usted, encontrará la palabra exacta, la acción apropiada y la conducta correcta. Cuando considere al estudiante, verá que él llega a usted no preparado en absoluto para todo esto. Llega atemorizado, nervioso, ansioso por agradar o a la defensiva, condicionado por sus padres y por la sociedad en que ha vivido sus pocos años. Usted tiene que ver este trasfondo, tiene que interesarse en lo que él realmente es y no imponerle sus propias opiniones, sus conclusiones y juicios. Al considerar lo que él es, ello le revelará lo que es usted, y así descubrirá que el estudiante es usted mismo.
Entonces, ¿puede usted en la enseñanza de la matemática, de la física, etcétera –que él debe conocer porque ése es el modo en que se ganará la vida—transmitir al estudiante que él es el responsable por toda la humanidad? Aunque pueda estar trabajando por su propia carrera, por su propio modo de vida, ello no limitará su mente. Verá el peligro de la especialización con todas sus limitaciones y su extraña brutalidad. Usted debe ayudarle a que vea todo esto. El florecimiento de la bondad no radica en el conocimiento de la matemática y la biología o en aprobar exámenes y tener una carrera exitosa. Es independiente de estas cosas, y cuando existe este florecimiento, la carrera y otras actividades necesarias son afectadas por su belleza. Actualmente ponemos el énfasis en uno de los aspectos, y descuidamos por completo el florecimiento. En estas escuelas tratamos de reunir ambas cosas, no artificialmente, no como un principio o un patrón que ustedes han de seguir, sino porque ven la verdad absoluta de que estas cosas deben fluir juntas para la regeneración del hombre.
¿Puede usted hacer esto? No porque todos ustedes estén de acuerdo en hacerlo después de discutirlo y arribar a una conclusión, sino más bien porque ven, con una mirada interna, la gravedad extraordinaria de esto; la ven por sí mismos. Entonces lo que uno dice tendrá significación. Entonces uno se vuelve un centro de luz, una luz no encendida por otro. Como usted es toda la humanidad –lo cual es un hecho, no una declaración verbal– es totalmente responsable por el futuro del hombre. Por favor, no considere esto como una carga, porque en tal caso esa carga es un montón de palabras sin realidad alguna. Es una ilusión. Esta responsabilidad tiene su propia alegría, su propio humor, su movimiento propio sin el peso del pensamiento.
Editorial Edhasa, Barcelona, 1984, pág. 33 a 36.-