A la luz de Krishnamurti

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LA PALABRA

Publicado el 7 de octubre de 2014

Nadie medianamente sensato podría afirmar que el hombre podría vivir sin el uso de las palabras, sin embargo, éstas nos han generado a lo largo de nuestra presencia en la Tierra un sinnúmero de dificultades, especialmente en la vida de relación.

Los expertos lingüísticos se han devanado los sesos intentando, sin mayor éxito, darle precisión a la disciplina para, de ese modo, encontrar el mayor correlato entre los hechos y las palabras.

Pero parecería que la cosa pasa por otro lado. Las palabras crean imágenes y ellas se anidan en nuestra memoria y es la memoria la que opera cuando «escuchamos», generando un círculo vicioso de imprecisión.

¿No será que de lo que se trata es de otorgarle simplemente su limitado lugar y comprender que la vida posee una riqueza infinita, que las palabras son simple invención humana y que como tal nunca abarcaran las múltiples facetas de nuestros vínculos reales?. ..

Categoría Su Legado

La Libertad Primera y Última

Publicado el 7 de octubre de 2014

Pregunta: ¿Cómo puede uno darse cuenta de una emoción sin darle nombre o sin clasificarla? Si percibo un sentimiento, parece que sé lo que ese sentimiento es, casi inmediatamente después que surge. ¿O quiere usted significar algo diferente cuando dice “no nombréis”?

KRISHNAMURTI: ¿Por qué le ponemos nombre a alguna cosa? ¿Por qué le ponemos rótulo a una flor, a una persona, a un sentimiento? Uno hace eso para comunicar el propio sentimiento, para describir la flor, y así sucesivamente, o para identificarse con ese sentimiento. ¿No es así? Yo nombro algo, un sentimiento, para comunicarlo. “Estoy enojado”. O me identifico con ese sentimiento, para fortalecerlo, para disolverlo o para hacer algo a su respecto. Le damos nombre a algo, a una rosa, para comunicarlo a otros; o al darle un nombre creemos que la hemos comprendido. Decimos “eso es una rosa”, la miramos rápidamente y continuamos nuestro camino. Al darle un nombre creemos haberla comprendido; la hemos clasificado y creemos que por eso hemos comprendido el contenido total y la belleza de esa flor.

Al darle un nombre a alguna cosa, la hemos puesto simplemente en una categoría, y creemos haberla comprendido; no la miramos más de cerca. Pero si no le damos un nombre, nos vemos obligados a mirarla. Es decir, nos acercamos a la flor, o a lo que fuere, en actitud nueva, con una nueva cualidad de examen; la miramos como si nunca la hubiésemos visto antes. El poner nombre es un medio muy cómodo de deshacerse de las cosas y de la gente, diciendo que se trata de alemanes, de japoneses, de americanos, de hindúes. Les ponéis un rótulo y destruís el rótulo. Pero si no le ponéis un rótulo a las personas, os veis obligados a observarlas, y entonces resulta mucho más difícil matar a alguien. Podéis destruir el rótulo, con una bomba, y sentir que obráis con rectitud. Pero si no le ponéis un rótulo, y, por lo tanto, tenéis que mirar la cosa individualmente ya sea un hombre o una flor, un incidente o una emoción-, entonces os veis forzados a considerar vuestra relación con la cosa y la acción que de ahí resulte. De suerte que nombrar o poner un rótulo es un modo muy cómodo de deshacerse de tal o cual cosa, de negarla, condenarla o justificarla. Ese es un aspecto de la cuestión.

¿Cuál es el centro desde el cual nombráis? ¿Cuál es el centro que siempre está nombrando, escogiendo, clasificando? Todos sentimos que hay un centro, un núcleo, desde el cual actuamos, juzgamos y denominamos, ¿no es así? ¿Qué es ese centro, ese núcleo? A algunos les agradaría pensar que es una esencia espiritual, Dios o lo que os plazca. Por lo tanto, descubramos qué es ese núcleo, ese centro que nombra, define, juzga. Ese centro, por cierto, es la memoria, ¿no es así? Una serie de sensaciones identificadas y conservadas; el pasado, vivificado a través del presente. Ese núcleo, ese centro, se alimenta del presente al nombrar, al clasificar, al recordar.

Pronto veremos, según vamos poniéndolo de manifiesto, que mientras exista ese núcleo, ese centro, no puede haber comprensión. Sólo con la disipación de ese núcleo surge la comprensión. Porque, al fin y al cabo, ese núcleo es memoria, recuerdo de diversas experiencias a las que se ha dado nombres, rótulos, identificaciones. Con esas experiencias nombradas y rotuladas, desde ese centro, se acepta y se rechaza, se toma la determinación de ser o de no ser, conforme a las sensaciones, placeres y penas del recuerdo de la experiencia. Ese centro es, pues, la palabra. Si no le dais nombre a ese centro, ¿hay acaso un centro? Esto es, si no pensáis con palabras, si no empleáis palabras, ¿podéis pensar? El pensar surge mediante la verbalización; o bien la verbalización empieza a responder al pensar. De suerte que el centro, el núcleo, es el recuerdo de innumerables experiencias de placer y dolor, expresado por medio de palabras. Observadlo en vosotros mismos, por favor, y veréis que las palabras, los nombres, se han vuelto mucho más importantes que la substancia; y vivimos de palabras.

Las palabras tales como verdad, Dios, o los sentimientos que esas palabras representan, han adquirido para nosotros gran importancia. Cuando decimos la palabra “americano”, “cristiano”, “hindú”, o la palabra “ira”, somos la palabra que representa el sentimiento. Pero no sabemos qué es ese sentimiento, porque lo que se ha vuelto importante es la palabra. Cuando decís que sois budistas, cristianos, ¿qué significa la palabra, qué sentido hay detrás de esa palabra que nunca habéis examinado? Nuestro centro, el núcleo, es la palabra, el rótulo. Si el nombre no hace al caso, si lo que importa es aquello que está detrás del nombre, entonces podéis inquirir; pero si estáis identificados con el nombre y confundidos con él, no podéis proseguir. Y nosotros estamos identificados con el nombre: la casa; la forma, el nombre, el mobiliario, la cuenta bancaria, nuestras opiniones, nuestros estimulantes, y así sucesivamente. Somos todas esas cosas; y esas cosas están representadas por un nombre. Las cosas han llegado a ser importantes, los nombres, los rótulos; y, por lo tanto, el centro, el núcleo, es la palabra.

Si no hay palabra ni rótulo, no hay centro, ¿no es así? Hay disolución, hay un vacío, no el vacío del miedo, lo cual es una cosa enteramente distinta. Hay una sensación de ser como la nada; y puesto que habéis eliminado todos los rótulos, o más bien, habiendo comprendido por qué les ponéis rótulo a los sentimientos y a las ideas, sois completamente nuevos, ¿verdad? No hay centro desde el cual actuéis. El centro, que es la palabra, ha sido disuelto. El rótulo ha sido eliminado, ¿y dónde estáis vosotros como centros? Estáis ahí, pero ha habido una transformación. Y esa transformación os asusta un poco; por eso no proseguís con lo que continúa implícito en ella; ya estáis empezando a juzgarla, a decidir si os gusta o no os gusta. No proseguís con la comprensión de lo que va a surgir, sino que ya estáis juzgando; lo cual significa que tenéis un centro desde el cual actuáis. Por lo tanto, os quedáis estancados tan pronto juzgáis; las palabras “me gusta” y “no me gusta” se vuelven importantes. ¿Pero qué ocurre cuando nombraís? Captáis más directamente la emoción, la sensación, y, por lo tanto, os relacionáis con ella de manera muy distinta, igual que con una flor cuando no le dais nombre. Os veis forzados a mirarla de un modo nuevo. Cuando no dais nombre a un grupo de personas, os veis obligados a mirar cada rostro individual y no a tratarlos a todos ellos como “masa”. Estáis, por lo tanto, mucho más alertas, mucho más atentos, sois más comprensivos, tenéis un sentido de piedad, de amor, más profundo; mas si a todos los tratáis como “masa”, se acabó.

Si no le ponéis nombre, tenéis que considerar cada sentimiento a medida que surge. Cuando nombráis, ¿es el sentimiento diferente del nombre? ¿O el nombre despierta el sentimiento? Por favor, pensadlo bien. Cuando le asignamos un nombre, casi todos nosotros intensificamos el sentimiento. El sentimiento, y el darle un nombre, son instantáneos. Si hubiera un intervalo entre el sentimiento y el nombrar, podríais descubrir si el sentimiento es diferente del nombre, y entonces podríais habéroslas con el sentimiento, sin ponerle nombre.

El problema es éste: ¿Cómo librarnos de un sentimiento que nombramos, tal como la ira? No se trata de subyugarlo, de sublimarlo, de reprimirlo, todo lo cual es idiota y falto de madurez; se trata de cómo librarse realmente de él. Y para estar realmente libres de él, tenemos que descubrir si la palabra es más importante que el sentimiento. La palabra “ira” tiene más significación que el sentimiento mismo. Y, para descubrir eso, en realidad, tiene que haber un intervalo entre el sentimiento y el nombrar. Esa es una parte.

Si no nombro un sentimiento, es decir, si el pensamiento no funciona solamente a causa de las palabras, o si no pienso en términos de palabras, imágenes o símbolos, lo que casi todos hacemos, ¿qué ocurre entonces? Entonces la mente, por cierto, no es simplemente el observador. Esto es, cuando la mente no piensa en términos de palabras, símbolos, imágenes, no hay pensador separado del pensamiento, el cual es la palabra. Entonces la mente está serena, quieta, ¿no es así? No está aquietada sino quieta. Y cuando la mente está realmente quieta, es posible habérnoslas instantáneamente con los sentimientos que surgen. Es tan sólo cuando les damos nombres a los sentimientos y con ello los fortalecemos, que los sentimientos tienen continuidad; se acumulan en el centro desde el cual seguimos poniéndoles nombres, ya sea para fortalecerlos o para comunicarlos.

Cuando la mente ya no es, en calidad de pensador, el centro hecho de palabra, de experiencias pasadas todas las cuales son recuerdos, nombres, acumulados y ordenados en categorías, en casillas-, cuando no hace ninguna de esas cosas, entonces es obvio que la mente está quieta. Ya no está atada, ya no hay un centro como el “yo” “mi” casa, “mi” logro, “mi” trabajo-, que siguen siendo palabras, las cuales dan ímpetu al sentimiento y con ello fortalecen la memoria. Cuando ninguna de esas cosas ocurre, la mente está muy serena, quieta. Ese estado no es negación. Por el contrario, para llegar a ese punto tenéis que pasar por todo eso, lo cual es una empresa enorme. Ello no consiste simplemente en aprender unas cuantas series de palabras y repetirlas como lo haría un escolar: no nombrar, no nombrar. Seguir a fondo todo lo que ello implica, vivenciarlo, ver cómo la mente funciona y así llegar al punto en que ya no ponéis nombres lo cual significa que ya no hay un centro distinto del pensamiento-; todo este proceso, sin duda, es verdadera meditación.

Cuando la mente está de veras tranquila, entonces es posible que se manifieste aquello que es inconmensurable. Cualquier otro proceso, cualquier otra búsqueda de la realidad, es mera autoproyección, cosa de nuestra propia hechura, y, por tanto, ilusoria. Pero este proceso es arduo, y él significa que la mente tiene en todo instante que darse cuenta de todo lo que internamente le ocurre. Para llegar a ese punto, no puede haber condenación ni justificación desde el principio hasta el fin, sin que esto sea un fin. No existe un fin, porque hay algo extraordinario que aún continúa. Esto no es una promesa. A vosotros os toca experimentar, penetrar de más en más profundamente en vosotros mismos, de suerte que todas la innumerables capas del centro sean disueltas; y eso lo podéis hacer rápida o perezosamente. Pero es en extremo interesante observar el proceso de la mente, cómo depende de las palabras, cómo las palabras estimulan la memoria, resucitan la experiencia muerta y le infunden vida. Y en ese proceso la mente vive en el futuro o en el pasado. Por tanto, las palabras tienen un enorme significado, tanto neurológico como psicológico. Os ruego que no aprendáis todo esto de mí o de un libro. No podéis aprenderlo de otra persona ni hallarlo en un libro. Lo que aprendáis o encontréis en un libro no será lo real. Pero podéis experimentarlo, podéis observaros en la acción, observaros al pensar, ver cómo pensáis, cuán rápidamente le dais nombre al sentimiento a medida que surge; y la observación de todo este proceso librará a la mente de su centro. Entonces la mente, estando quieta, puede recibir aquello que es eterno.

Editorial Kier, Buenos. Aires, 2.000, pág. 258 a 263.-

Categoría Su Legado

Cartas a Las Escuelas

Publicado el 7 de octubre de 2014

15 de agosto de 1979

El arte más grande es el arte de vivir, más grande que todas las cosas que los seres humanos han creado con la mano o con la mente, más grande que todas las Escrituras y sus dioses. Es sólo a través de este arte de vivir que puede nacer una nueva cultura. Que esto ocurra, es la responsabilidad de cada maestro, especialmente en estas escuelas. Este arte de vivir puede surgir únicamente de la total libertad.

Esta libertad no es un ideal, una cosa que haya de suceder eventualmente. En la libertad, el primer paso es el último paso. Es el primer paso el que cuenta, no el último. Lo que usted hace ahora es mucho más esencial que lo que hace en alguna fecha futura. La vida es lo que está ocurriendo en este instante, no en un instante imaginado, no lo que ha concebido el pensamiento. Por lo tanto, el primer paso que usted da ahora es el importante. Si ese paso es en la dirección correcta, entonces toda la vida se halla abierta para usted. La dirección correcta no es en pos de un ideal, de un propósito determinado. Esa dirección es inseparable de lo que está ocurriendo ahora. Esta no es una filosofía, una serie de teorías. Es exactamente lo que la palabra filosofía significa —el amor por la verdad, el amor por la vida. No es algo que uno aprende yendo a la universidad. Estamos aprendiendo acerca del arte de vivir en nuestra vida cotidiana.

Nosotros vivimos de palabras, y las palabras se vuelven también nuestra prisión. Las palabras son necesarias para comunicarse, pero la palabra jamás es la cosa. Lo real no es la palabra, pero la palabra se vuelve de máxima importancia cuando ha tomado el lugar de lo que es. Uno puede observar este fenómeno cuando la descripción se ha vuelto la realidad, en vez de la cosa misma —el símbolo que adoramos, la sombra que seguimos, la ilusión a que nos aferramos. Y así las palabras, el lenguaje moldea nuestras reacciones. El lenguaje llega a ser la fuerza impulsora, y nuestras mentes son moldeadas y controladas por la palabra. Las palabras nación, Estado, Dios, familia, etcétera, nos envuelven con todas sus asociaciones, y de ese modo nuestras mentes se vuelven esclavas de la presión que ejercen las palabras.

Interlocutor:

¿Cómo puede evitarse eso?

Krishnamurti:

La palabra nunca es la cosa. La palabra esposa nunca es la persona, la palabra puerta nunca es la cosa. La palabra impide la verdadera percepción de la cosa o persona, porque la palabra contiene múltiples asociaciones. Estas asociaciones, que en realidad son recuerdos, deforman no sólo la observación visual sino la psicológica. Las palabras se vuelven entonces una barrera para el libre fluir de la observación. Tome las palabras ‘Primer Ministro’ y ‘amanuense’. Describen funciones, pero las palabras Primer Ministro tienen una tremenda significación de poder, status e importancia, mientras que la palabra amanuense tiene asociaciones de insignificancia, status mínimo y falta de poder. Así, la palabra le impide a usted mirar a ambos como seres humanos. Hay en casi todos nosotros un esnobismo profundamente arraigado, y ver lo que las palabras han hecho a nuestro pensar, estar perceptivamente alerta a ello sin opción alguna, es aprender el arte de la observación —observar sin las asociaciones.

Interlocutor:

Comprendo lo que usted dice, pero insisto en que la rapidez de la asociación es tan instantánea que la reacción tiene lugar antes de que uno lo advierta. ¿Es posible impedir esto?

Krishnamurti:

¿No es una pregunta equivocada? ¿Quién va a impedirlo? ¿Otro símbolo, otra palabra, otra idea? Si así es, entonces uno no ha visto la significación total que tiene la esclavitud de la mente a la palabra, al lenguaje. Vea, nosotros empleamos las palabras emocionalmente; es una forma de pensar emocional, aparte del uso de las palabras tecnológicas, como metros, números, que son exactas. En la relación y actividad humanas, las emociones juegan un gran papel. El deseo es muy fuerte y es alimentado por el pensamiento que crea la imagen. La imagen es la palabra, es la representación mental que va tras de nuestro placer, de nuestro deseo. Así, todo nuestro estilo de vida está moldeado por la palabra y sus asociaciones. Ver este proceso completo como una totalidad, es ver la verdad de cómo el pensamiento impide la percepción.

Interlocutor:

¿Está usted diciendo que no existe un pensar sin palabras?

Krishnamurti:

Sí, más o menos. Por favor, tenga bien presente que estamos hablando del arte de vivir, que estamos aprendiendo acerca de él, no memorizando las palabras. Estamos aprendiendo: no nosotros enseñando y usted convirtiéndose en un tonto discípulo. Pregunta usted si existe un pensar sin palabras. Esta es una pregunta muy importante. Todo nuestro pensar se basa en la memoria, y la memoria se basa en las palabras, en las imágenes, en símbolos, en representaciones mentales. Todo esto son palabras.

Interlocutor:

Pero lo que uno recuerda no es una palabra, es una experiencia, un suceso emocional, la imagen de una persona o de un lugar. La palabra es una asociación secundaria.

Krishnamurti:

Estamos usando la palabra para describir todo esto. Después de todo, la palabra es un símbolo para indicar aquello que ha sucedido o está sucediendo, para comunicar o evocar algo. ¿Hay un pensar sin todo este proceso? Sí, lo hay, pero no debería ser llamado pensar. El pensar implica una continuidad de la memoria, pero la percepción no es una actividad del pensamiento. Es realmente una lúcida penetración en la total naturaleza y movimiento de la palabra, del símbolo, de la imagen y de sus implicaciones emocionales. Ver esto como una totalidad es dar a la palabra su justo lugar.

Interlocutor:

Pero, ¿qué significa ver la totalidad? Usted dice esto a menudo. ¿Qué quiere decir con ello?

Krishnamurti:

El pensamiento es divisivo porque en sí mismo es limitado. Observar totalmente implica que no hay interferencia del pensamiento —observar sin el pasado como conocimiento que bloquee la observación. Entonces el observador está ausente, porque el observador es el pasado, es la naturaleza misma del pensamiento.

Interlocutor:

¿Usted nos pide que detengamos el pensamiento?

Krishnamurti:

Si puedo señalarlo nuevamente, ésa es una pregunta equivocada. Si el pensamiento se dice a sí mismo que debe detener el pensar, ello crea dualidad y conflicto. Este es, precisamente, el proceso divisivo del pensamiento. Si usted capta realmente la verdad de esto, entonces el pensar queda naturalmente en suspenso. Entonces el pensamiento tiene su propio lugar limitado, y no se apodera de la extensión total de la vida como ahora lo está haciendo.

Interlocutor:

Señor, veo que se requiere una atención extraordinaria. ¿Puedo yo realmente tener esa atención, soy lo suficientemente serio como para dedicar a esto la totalidad de mi energía?

Krishnamurti:

¿Puede la energía ser en absoluto dividida? La energía que se gasta en ganarse la subsistencia, en sostener una familia, y en ser lo bastante serio como para captar a fondo lo que se está diciendo, todo eso es energía. Pero el pensamiento la divide, y así se gasta mucha energía en vivir y muy poca en lo otro. Lo otro es el arte en que no existe división alguna. Es la totalidad de la vida.

Editorial Edhasa, España 1984, pág. 96 a 100.-

Categoría Su Legado

Comentarios Sobre el Vivir

Publicado el 7 de octubre de 2014

Había leído extensamente; y aunque era pobre, se consideraba rico en conocimientos, lo que le daba una cierta felicidad. Pasaba muchas horas con sus libros y mucho tiempo consigo mismo. Su esposa había muerto, y sus dos hijos estaban con algunos parientes; y dijo que estaba más bien contento de hallarse desembarazado de toda parentela. Era singularmente ensimismado, tranquila e independientemente afirmativo. Había llegado desde muy lejos, dijo, para profundizar el problema de la meditación, y especialmente para considerar el empleo de ciertos cánticos y frases, cuya constante repetición era altamente eficaz para la pacificación de la mente. Además, en las palabras mismas había cierta magia; las palabras deben pronunciarse bien y entonarse correctamente. Esas palabras eran manejadas desde antiguos tiempos; y el mismo encanto de las palabras, con su cadencia rítmica, creaba una atmósfera que era útil para la concentración. E inmediatamente empezó a cantar. Tenía una voz agradable, y había una dulzura que provenía del amor a las palabras y a su significado, cantaba con la facilidad propia de una larga práctica y devoción. Desde el instante en que empezó a cantar, se olvidó de todo.
A través del campo llegaba el sonido de una flauta, la ejecución no era correcta, pero el tono era claro y puro. El flautista estaba sentado bajo la generosa sombra de un gran árbol, y distantes detrás de él aparecían las montañas. Las silenciosas montañas, el canto y el sonido de la flauta parecían unirse y disiparse, para empezar de nuevo. Los ruidosos papagayos pasaban como destellos; y otra vez se oían las notas de la flauta y el canto profundo y potente. Era temprano de mañana, y el sol asomaba sobre los árboles. La gente iba de las aldeas a la ciudad, charlando y riendo. La flauta y el canto eran insistentes, y algunos transeúntes se detuvieron para escuchar; se sentaron al borde del camino, cautivados por la belleza del canto y el esplendor de la mañana, que el silbido del lejano tren no perturbaba en manera alguna; por el contrario, todos los sonidos parecían confundirse y llenar la tierra. Aún el fuerte graznido de un cuervo no era discordante.
¡Cuán extraordinariamente nos encanta el sonido de las palabras, y qué importantes han llegado a ser para nosotros las palabras mismas: patria, Dios, clero, democracia, revolución! Vivimos de palabras y nos deleitamos con las sensaciones que producen; y son estas sensaciones las que se han vuelto tan importantes. Las palabras satisfacen porque sus sonidos reavivan sensaciones olvidadas y su satisfacción es mayor cuando las palabras reemplazan lo actual, lo que es. Tratamos de llenar nuestro vacío interior con palabras, con sonido, con ruido, con actividad; la música y los cánticos son una feliz evasión de nosotros mismos, de nuestra pequeñez y aburrimiento. Las palabras llenan nuestras bibliotecas; y ¡cuán incesantemente conversamos! Difícilmente nos abrevemos a estar sin un libro, desocupados, solos. Cuando estamos solos, la mente está agitada, vagando por doquier, atormentando, recordando, luchando; así jamás hay soledad, la mente nunca permanece quieta.
Obviamente, la mente puede ser aquietada por la repetición de una palabra, de un cántico, de una oración. La mente puede ser dopada, adormecida; puede ser adormecida placentera o violentamente; y durante este sueño puede tener visiones. Pero una mente aquietada por la disciplina, por el ritual, por la repetición, jamás puede ser alerta, sensitiva y libre. Este aturdimiento de la mente, sutil o burdo, no es meditación. Es agradable cantar y escuchar a alguien que puede hacerlo bien; pero la sensación requiere siempre nuevas sensaciones, y ellas conducen a la ilusión. La mayoría de nosotros gusta vivir de ilusiones, es placentero descubrir más hondas y más amplias ilusiones; pero es el temor de perder nuestras ilusiones que nos hace negar o encubrir lo real, lo actual. No es que seamos incapaces de comprender lo actual; lo que nos hace temerosos es que rechazamos lo actual y nos aferramos a la ilusión. Quedar más y más profundamente atrapados en la ilusión no es meditación, ni tampoco lo es el decorar la jaula que nos aprisiona. La alerta percepción, sin ninguna opción, de las modalidades de la mente, que es la creadora de la ilusión, es el comienzo de la meditación.
Es asombroso cuán fácilmente encontramos sustitutos para la cosa real, y qué satisfechos estamos con ellos. El símbolo, la palabra, la imagen, se tornan de suprema importancia, y alrededor de este símbolo levantamos la estructura de la autodecepción, empleando el conocimiento para fortalecerla, y así la experiencia se convierte en un impedimento para la comprensión de lo real. Nombramos, no sólo para comunicar, sino también para afirmar la experiencia; esta vigorización de la experiencia es autoconciencia, y una vez atrapados en sus procesos, resulta extremadamente difícil salir del enredo, es decir, trascender la autoconciencia. Es esencial morir para la experiencia del ayer y para las sensaciones del hoy, pues de otra manera hay repetición; y la repetición de un acto, de un rito, de una palabra, es vana. En la repetición no puede haber renovación. La muerte de la experiencia es creación.

Primera Serie, Editorial Kier, Buenos Aires 1994, págs. 75 a 77.-

Categoría Su Legado

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