A la luz de Krishnamurti

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LA MUERTE

Publicado el 14 de julio de 2013

El solo mencionarla, en nuestra sociedad occidental por lo menos, es motivo de incomodidad, generando incluso en muchos la tendencia a negarse hablar siquiera de ella.

Como ocurre generalmente, es nuestro pensamiento el que se ocupa de asumir este tipo de tontas actitudes.

Parecería que no hemos encontrado otra forma para incentivar la acción cotidiana y darle energía a los proyectos personales que inventarnos la idea de nuestra eternidad.

Pero, como ocurre con todas aquellas cuestiones que se generan a partir de la irrealidad, un fenómeno paradojal opera y, en el caso, nos impide vivir el ahora en plenitud y nos hace «morir en vida». De todo esto se ocupa K en los siguientes tres extractos ( y en muchos otros):

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El Vivir y el Morir

Publicado el 14 de julio de 2013

Interlocutor: ¿Por qué le tenemos miedo a la muerte? Krishnamurti: Tú has formulado esa pregunta: “¿Por qué le tenemos miedo a la muerte?”. ¿Sabes qué es la muerte? Ves la hoja verde: ha vivido todo el verano, ha danzado en el viento, ha absorbido la luz del sol, las lluvias la han lavado dejándola limpia; y cuando llega el invierno, la hoja se marchita y muere. El pájaro en vuelo es una cosa bella, y también él se marchita y muere. Ves los cuerpos humanos que llevan al río para ser cremados. Por lo tanto, sabes que es la muerte. ¿Por qué le tienes miedo? Porque estás vivo como la hoja, como el pájaro, y una enfermedad o alguna otra cosa podría sucederte y te has terminado. Así que dices: “Quiero vivir, quiero disfrutar, quiero tener esta cosa llamada vida continuando en mí”. De modo que el temor a la muerte es el temor de que nos llegue el fin, ¿no es así? Jugar cricket, disfrutar la luz del sol, ver nuevamente el río, ponerte las viejas ropas, leer libros, encontrar constantemente a tus amigos… todo eso llega a su fin. Así que le tienes miedo a la muerte. Estando temerosos de la muerte, sabiendo que la muerte es inevitable, pensamos cómo ir más allá de la muerte; tenemos diversas teorías. Pero si sabemos cómo terminar, cómo morir cada día, entonces no hay temor. ¿Comprendes esto? Se sale un poco de lo común. No sabemos cómo morir porque estamos siempre acumulando, acumulando, acumulando. Pensamos siempre en términos del mañana: “Soy esto y seré aquello”. Jamás somos completos en un día; no vivimos como si fuera el único día para ser vivido. ¿Entiendes de que estoy hablando? Estamos viviendo siempre en el mañana o en el ayer. Si alguien te dijera que vas a morir al terminar el día, ¿qué harías? ¿No vivirías ricamente durante ese día? Nosotros no vivimos la rica plenitud de un día. No rendimos culto al día; estamos pensando siempre en lo que haremos mañana, en el juego de cricket que vamos a completar mañana, en el examen que vamos a rendir dentro de seis meses, en cómo vamos a disfrutar nuestra comida, en qué clase de ropas vamos a comprar, etc., siempre estamos muriendo en el mal sentido. Si vivimos un día por completo y terminamos con él para volver a empezar otro día como si fuera algo nuevo, fresco, entonces no existe el miedo a la muerte. Morir cada día a todas las cosas que hemos adquirido –a todas las luchas–, no traspasarlas al día siguiente… en eso hay belleza; aun cuando haya un final, existe renovación. El vivir y el morir, Editorial Planeta, Bs. As., Argentina, páginas 32 y 33.- (Tomado de las Obras Completas de Krishnamurti)

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El Estado Creativo de la Mente

Publicado el 14 de julio de 2013

[…] La muerte es un problema bastante complejo, si es que realmente hemos de experimentar y penetrar en él profundamente. Nosotros, o lo racionalizamos, lo explicamos intelectualmente y nos desentendemos de él, o bien tenemos creencias, dogmas, ideas a que recurrimos. Pero los dogmas, creencias, racionalizaciones no resuelven el problema. La muerte está ahí, siempre está ahí. Aunque los médicos y científicos puedan prolongar la maquinaria física por cincuenta o más años, la muerte está esperando. Y para comprenderla tenemos que penetrarla, no verbalmente, intelectual o sentimentalmente, sino de veras encarar el hecho y penetrar en él. Eso requiere mucha energía, gran claridad de percepción; y la energía y la claridad faltan cuando hay miedo. A la mayoría de nosotros, seamos jóvenes o viejos, nos asusta la muerte. Aunque vemos pasar la carroza fúnebre todos los días, la muerte nos espanta; y donde hay miedo no hay comprensión. De modo que para entrar en el problema de la muerte, el requisito primero, esencial, es estar libre del miedo. Y por “entrar” entiendo el vivir con la muerte –no verbalmente, no intelectualmente, sino de hecho saber lo que se siente al vivir con algo tan drástico, tan definitivo, con lo que no podéis discutir, no podéis regatear. Pero para hacer esto, primero tiene uno que estar libre del miedo; y eso es extraordinariamente difícil. ¿Habéis alguna vez ensayado morir para algo? Morir, sin argumento, sin elección, para un dolor, o más especialmente para un placer. En el morir no hay argumento; no podéis argüir con la muerte; es definitiva, absoluta. Del mismo modo tiene uno que morir para un recuerdo, para un pensamiento, para todas las cosas, para las ideas que ha acumulado, reunido. Si lo habéis ensayado, sabréis cuán extraordinariamente difícil es eso; cómo la mente, el cerebro, se aferra, se apega a un recuerdo. Abandonar algo totalmente, completamente, sin pedir nada en cambio, requiere una clara percepción, ¿verdad? Mientras haya continuidad de pensamiento como tiempo, como placer y dolor, tiene que haber miedo, y donde hay miedo, no hay comprensión. Creo que esto es bastante sencillo y claro. Tiene uno miedo de tantas cosas; pero si tomáis una de esas cosas; y morís para ella por completo, entonces hallaréis que la muerte no es aquello que habíais imaginado que era; es algo totalmente diferente. Pero nosotros queremos continuidad. Hemos tenido experiencias, reunido conocimientos, acumulado diversas formas de virtud, formado un carácter, etc.; y tenemos miedo de que eso termine; y así preguntamos: “¿Qué me pasará cuando venga la muerte?” y ese es en realidad el problema. Conociendo la inevitabilidad de la muerte, recurrimos a la creencia en la reencarnación, la resurrección y todas las fantasías involucradas en la creencia –lo que en realidad es una continuación de lo que sois. Y de hecho ¿Qué sois? Dolor, esperanza, desesperación, diversas formas de placer; estáis atados por el tiempo y la tristeza. Tenemos unos pocos momentos de alegría pero el resto de nuestra vida es vacío, superficial, una constante batalla, lleno de lucha y miseria. Eso es todo lo que conocemos de la vida y esto es lo que queremos que continúe. Nuestra vida es la continuidad de lo conocido; nos movemos y actuamos de lo conocido a lo conocido; y cuando lo conocido se destruye, surge la sensación del miedo, miedo de hacer frente a lo desconocido. La muerte es lo desconocido. Así pues, ¿puede uno morir para lo conocido y hacerle frente? Esa es la cuestión. No estoy hablando de teorías. No estoy traficando con ideas. Estamos tratando de descubrir qué significa vivir. Vivir sin miedo puede ser inmortalidad, estar libre de la muerte. Morir para los recuerdos, para el ayer y el mañana, es por cierto vivir con la muerte; y en ese estado no hay miedo de la muerte y de todas las absurdas invenciones que el miedo crea. ¿Y qué significa morir interiormente? El pensamiento es una continuidad del ayer hacia el futuro, ¿verdad? El pensamiento es la respuesta de la memoria. La memoria es el resultado de la experiencia y ésta es la respuesta del reto y la respuesta. Podéis ver que el pensamiento funciona siempre en el terreno de lo conocido; y en tanto esté funcionando la maquinaria del pensamiento, tiene que haber miedo. Porque es el pensamiento el que impide inquirir en lo desconocido. Mirad, estamos tratando de examinar esto juntos. No os estoy hablando como una persona que ha descubierto algo nuevo y os lo está refiriendo simplemente para que sólo lo sigáis verbalmente. Debéis seguirlo y escudriñar vuestra propia mente y corazón. Debe haber conocimiento propio; porque el conocerse a sí mismo es el comienzo de la libertad del miedo. Nos preguntamos si es posible vivir con la muerte, no a último momento cuando la mente está enferma o hay vejez o un accidente, sino de hecho descubrirlo ahora. Vivir con la muerte debe ser una experiencia extraordinaria, algo totalmente nuevo, no pensado, y que el pensamiento no puede descubrir. Y para descubrir qué significa vivir con la muerte debéis tener inmensa energía ¿no es así? (…) Morir cada día significa no arrastrar todas vuestras ambiciones de ayer, vuestros agravios, vuestros deseos de realización, vuestros rencores, vuestros odios. La mayoría de nosotros decaemos, pero eso no es morir. Morir es saber que es el amor. El amor no tiene continuidad ni mañana. El retrato de una persona en la pared, la imagen en vuestra mente, eso no es amor, es sólo recuerdo. Como el amor es lo desconocido, así también la muerte es lo desconocido. Y para penetrar en lo desconocido, que es la muerte y el amor, tiene uno que morir primero para lo conocido. Sólo entonces la mente es fresca, joven e inocente; y en eso no hay muerte. Sabéis, si os observáis a vosotros mismos como en un espejo, veréis que no sois más que un haz de recuerdos, ¿verdad? Y todos los recuerdos son el pasado; todos han terminado, ¿verdad? ¿No puede, pues, uno morir para todo eso de un golpe? Esto puede hacerse, sólo que exige mucha autoinvestigación, y darse cuenta de cada pensamiento, de cada gesto, de cada palabra, de manera que no haya acumulación. Por cierto, uno puede hacer esto. Entonces sabréis que es morir cada día; y tal vez sepamos también entonces que es amar cada día, y no simplemente conocer el amor como recuerdo. Todo lo que ahora conocemos es el humo del apego, el humo de los celos, de la envidia, de la ambición, de la codicia, y todas esas cosas. No conocemos la llama tras el humo. Pero si uno puede apartar el humo completamente, entonces encontraremos que vivir y morir son la misma cosa, no teóricamente sino de hecho. Después de todo, lo que continúa, lo que no llega a un término, no es creativo. Lo que tiene continuidad jamás puede ser nuevo. Es sólo en la destrucción de la continuidad que existe lo nuevo. No me refiero a la destrucción social o económica; eso es muy superficial. Y si habéis penetrado en esto muy profundamente, no sólo al nivel consciente sino mucho más hondo, más allá del alcance del pensamiento, más allá de toda conciencia –la cual está aún dentro del marco del pensamiento– entonces hallaréis que morir es algo extraordinario. Entonces morir es creación. No el escribir poemas, pintar cuadros o inventar nuevos artefactos –eso no es creación. La creación viene sólo cuando habéis muerto para todas las técnicas, para todo conocimiento, para todas las palabras. La muerte, pues, tal como la concebimos, es miedo. Y cuando no hay miedo porque estáis invitando a la muerte cada minuto, entonces cada minuto es algo nuevo; es nuevo porque interiormente lo viejo ha sido destruido. Y para destruir no debe haber miedo, sino sólo el sentido de completa soledad; poder estar completamente solo, sin Dios, sin familia, sin nombre, sin tiempo. Y eso no es desesperación. La muerte no es desesperación. Al contrario, es vivir cada instante completamente, totalmente, sin la limitación del pensamiento. Y entonces encontraréis que la vida es muerte, y que la muerte es creación y amor. La muerte, que es destrucción, es creación y amor; ellos siempre van juntos; los tres son inseparables. […] La creación no es expresión, está más allá del pensamiento y del sentimiento, está libre de la técnica, libre de palabra y color. Y esa creación es amor. 19 de Setiembre de 1961

Jiddu, Krishnamurti: El estado creativo de la mente, Editorial Kier, Buenos Aires, página 285 a 294.- [Cap. 28]

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El Último Diario

Publicado el 14 de julio de 2013

Paseando en una bella mañana primaveral por la recta carretera, el cielo se veía extraordinariamente azul; no había una sola nube, y el sol era cálido, no demasiado caluroso; se sentía agradable. Las hojas brillaban y había animación en el aire. Era realmente una mañana de extraordinaria belleza. Ahí estaba la alta montaña, impenetrable, y los cerros de abajo se veían verdes y hermosos. Y mientras paseaba tranquilamente, sin muchos pensamientos, uno vió una hoja muerta de color amarillo y rojo brillante, una hoja de otoño. ¡Qué bella era, tan sencilla en su muerte, tan natural, tan llena de la belleza y vitalidad de todo el árbol y del verano! Era extraño que no se fuera marchitando. Al contemplarla más de cerca, se veían todas las nervaduras y el tallo y el contorno de esa hoja. Y esa hoja era todo el árbol. ¿Por qué los seres humanos mueren tan desdichadamente, tan lamentablemente, con enfermedad, vejez, senilidad, con el cuerpo encogido, feo? ¿Por qué no pueden morir tan natural y bellamente como esta hoja? ¿Qué hay de malo en nosotros? A pesar de todos los doctores, de las medicinas y los hospitales, de las operaciones y de toda la agonía de la vida, y también de los placeres, no parecemos capaces de morir con dignidad, con sencillez y con una sonrisa. Una vez, mientras paseaba por un sendero, uno escuchó detrás un canto, un canto melodioso, rítmico, que tenía la fuerza del sánscrito. Uno se detuvo y miró en torno. Un hijo mayor, desnudo hasta la cintura, llevaba un pote de terracota en el que ardía una llama. Lo había colocado dentro de una vasija; y detrás de él iban dos hombres transportando a su padre muerto cubierto con un lienzo blanco; y todos cantaban. Un conocía ese canto y así se unió a ellos para acompañarlos. Pasaron y uno los siguió. Descendieron por el camino cantando, y el hijo mayor lloraba. Transportaron al padre hasta la playa donde ya habían juntado una gran pila de leña, dejaron el cuerpo en la cima de ese montón de madera y le prendieron fuego. Todo era tan natural, tan extraordinariamente sencillo: no había flores ni carroza fúnebre ni negros carruajes con caballos negros. Todo era muy sereno y absolutamente digno. Uno miraba esa hoja, y las miles de hojas del árbol. El inverno trajo esa hoja desde su origen hasta este sendero, y pronto se secaría completamente marchitándose, desaparecería arrastrada por los vientos hasta perderse. Cuando enseñamos a los niños las matemáticas, cuando les enseñamos a leer, a escribir y todo eso que implica adquirir conocimientos, también debería enseñársele la inmensa dignidad de la muerte, no como algo morboso y desgraciado que uno ha de afrontar en el futuro, como algo de la vida cotidiana, la vida cotidiana de contemplar el cielo azul y observar el saltamontes sobre una hoja. Eso forma parte del aprender, tal como a uno le crecen los dientes y pasa por todas las incomodidades y enfermedades desde la infancia. Los niños tienen una cualidad extraordinaria. Si uno comprende la naturaleza de la muerte, entonces uno les explica que todo muere, que el polvo vuele al polvo y todas esas cosas; sin temor alguno les explica cariñosamente y les hace sentir que el vivir y el morir son un sola cosa –no al final de nuestra vida después de cincuenta, sesenta o noventa años, sino que la muerte es como esa hoja. Uno mira esas personas viejas, hombres y mujeres, qué decrépitas, arruinadas, infelices y feas se ven. ¿Es porque no han comprendido realmente el vivir ni el morir? Han usado la vida, han consumido sus vidas en el conflicto incesante que sólo ejercita y fortalece el ‘yo’, el ego. Gastamos nuestros días en una gran diversidad de conflictos y desdichas, con un poco de alegría y placer,beber y fumar hasta las últimas horas de la noche, y trabajar, trabajar y trabajar. Y al final de nuestra vida nos enfrentamos con el miedo, a esa cosa llamada muerte. Uno piensa que ella pueda comprenderse siempre que puede sentirse profundamente. Al niño con su curiosidad puede ayudársele a comprender que la muerte no es meramente el desgaste del cuerpo a causa de la enfermedad, la vejez o algún accidente inesperado, el final de cada día es también el final de uno mismo cada día. No existe la resurrección, eso es superstición, una creencia dogmática. Todo en la tierra, en esta bella tierra, vive muere, nace y se marchita. Para captar este movimiento total de la vida se requiere inteligencia, no la inteligencia del pensamiento o de los libros o del conocimiento sino la inteligencia del amor y de la compasión con su sensibilidad. Uno tiene la completa certidumbre de que si el educador comprendiera el significado y la dignidad de la muerte, la simplicidad extraordinaria del morir, –si comprendiera eso profundamente, no intelectualmente– entonces podría comunicar al estudiante, al niño, que el morir, el final, no es para eludirse, no es algo que él haya de temer, porque forma parte de la totalidad de nuestra vida; de ese modo el estudiante, el niño, al crecer jamás tendría miedo de la muerte. Si todos los seres humanos que han vivido antes que nosotros, todas las generaciones y generaciones pasadas todavía vivieran sobre esta tierra, ¡Qué terrible sería eso! Y en la educación uno quisiera ayudar –no, esa es una palabra equivocada– uno quisiera introducir la muerte en alguna clase de realidad, no la de algún otro que muere, sino la realidad de que cada uno de nosotros, por viejo o joven que sea, tendrá que enfrentarse inevitablemente a esa cosa. No es una triste cuestión de lágrimas, de soledad, de separación. Matamos con tanta facilidad a los animales no sólo para alimentarnos, sino que está la enorme matanza de animales por diversión, esa diversión que llamamos deporte –matamos al ciervo porque es la estación de caza. Matar un ciervo es como matar a un semejante. Matamos animales porque hemos perdido contacto con la naturaleza, con las cosas vivientes de esta tierra. Matamos en la guerra por tantas razones románticas, nacionalistas, políticas, ideológicas… Hemos matado a la gente en el nombre de Dios. La violencia y el matar marchan juntos. Contemplar esa hoja muerta con toda su belleza y color, es darse cuenta, comprender muy profundamente lo que la propia muerte tiene que ser, no en el final sino en el comienzo mismo. La muerte no es alguna cosa horrenda, algo que deba eludirse, posponerse, sino más bien algo para estar con ello día por día. Y de eso surge un sentido extraordinario de inmensidad. El Último Diario, Ed. Edhasa, pág. 180 a 184.- Krishnamurti, El Último Diario, Ed. Edhasa, pág. 180 a 184

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