(…) En la mañana de hoy me agradaría discutir el deseo, y si el deseo puede alguna vez transformarse; pues yo creo que el deseo es uno de los mayores problemas que se plantean a cada uno de nosotros al considerar la cuestión de la transformación fundamental.
(…) Para la mayoría de nosotros, el deseo es todo un problema; el deseo de propiedad, de posición, de poder, de comodidad, de inmortalidad, de continuidad, el deseo de ser amado, de poseer algo permanente, satisfactorio, duradero, algo que esté más allá del tiempo. Ahora bien, ¿qué es el deseo? ¿Qué es esa cosa que nos impulsa, que nos compele? Esto no quiere decir que debiéramos estar satisfechos con lo que tenemos o con lo que somos, lo cual es simplemente lo opuesto de lo que queremos. Estamos tratando de ver qué es el deseo; y si podemos examinarlo a modo de prueba, sin una idea fija, creo que suscitaremos una transformación radical que no es una mera substitución de un objeto de deseo por otro objeto de deseo. Esto último, empero, es generalmente lo que entendemos por “cambio”, ¿no es así? Estando insatisfechos con determinado objeto del deseo, le hallamos un substituto. Sin cesar nos movemos de un objeto del deseo a otro que consideramos superior, más noble, más refinado; pero, por refinado que sea, el deseo es siempre deseo, y en este movimiento del deseo hay lucha interminable, el conflicto de los opuestos.
¿No es, pues, importante averiguar qué es el deseo y si él puede ser transformado? ¿Qué es el deseo? ¿No es el símbolo y su sensación? Surge el deseo de lograr un objeto cuando éste provoca en nosotros una sensación agradable. ¿Existe el deseo sin un símbolo u objeto, y la sensación que él provoca? No, evidentemente. El símbolo podrá ser un cuadro, una persona, una palabra, un nombre, una imagen, una idea que me brinda una sensación, que me hace sentir que la sensación me gusta o me disgusta; si la sensación es agradable yo deseo lograrla, poseerla, aferrarme a su símbolo y continuar con ese placer. De vez en cuando, de acuerdo a mis inclinaciones e intensidades, cambio el cuadro, la imagen, el objeto. De una forma de placer estoy harto, cansado, aburrido; busco pues una nueva sensación, una nueva idea, un nuevo símbolo. Rechazo la vieja sensación y me abro a una nueva, con nuevas palabras, nuevas significaciones, nuevas experiencias. Resisto a lo viejo y cedo a lo nuevo que considero superior, más noble, más satisfactorio. En el deseo, pues, hay resistencia y entrega, lo cual involucra tentación; y, por supuesto en el ceder a determinado símbolo del deseo, hay siempre temor a la frustración.
Si observo todo el proceso del deseo en mí mismo, veo que siempre hay un objeto hacia el cual mi mente se dirige en busca de más sensación, y que en este proceso hay involucrada resistencia, tentación y disciplina. Hay percepción, sensación, contacto y deseo, y la mente se convierte en el instrumento mecánico de este proceso, en el cual los símbolos, las palabras, lo objetos, son el centro en torno del cual todo deseo, todos los empeños, todas las ambiciones se erigen; y ese centro es el “yo”. ¿Y es que yo puedo disolver ese centro del deseo, no un deseo ni un apetito o ansia en particular sino la estructura íntegra del deseo, del anhelo, de la esperanza, en la que siempre existe el temor a la frustración? Cuanto más me veo frustrado, mayor fuerza doy al “yo”. Mientras haya esperanza, anhelo, existe siempre el trasfondo del temor, el cual, una vez más refuerza aquél centro. Y la revolución sólo es posible en aquel centro, no en la superficie, lo cual es mero proceso de distracción, un cambio superficial que conduce a una acción dañina.
Cuando me doy cuenta, pues, de toda esta estructura del deseo, veo cómo mi mente ha llegado a ser un centro muerto, un proceso mecánico de la memoria. Habiéndome cansado de un deseo, automáticamente quiero satisfacerme en otro. Mi mente experimenta siempre en términos de sensación, es el instrumento de la sensación. Estando aburrido de determinada sensación, busco una sensación nueva, que podrá ser lo que llamo “realización de Dios”; pero ello sigue siendo sensación. Ya me tiene harto este mundo y sus afanes, y deseo la paz, una paz que sea eterna; de suerte que medito, domino mi mente y la disciplino a fin de experimentar esa paz. La vivencia de esa paz sigue siendo sensación. Mi mente, pues, es el instrumento mecánico de la sensación, de la memoria, un centro muerto desde el cual yo actúo y pienso. Los objetos que persigo son las proyecciones de la mente como símbolos de los cuales ella deriva sensaciones. La palabra “Dios”, la palabra “amor”, la palabra “comunismo”, la palabra “democracia”, la palabra “nacionalismo” –éstos son los símbolos que despiertan sensaciones en la mente–, y por lo tanto la mente se apega a ellos. Como vosotros y yo sabemos, toda sensación termina, y así pasamos de una sensación a otra; y cada sensación fortalece el hábito de buscar más sensación. De tal suerte que la mente llega a ser mero instrumento de sensación y memoria, y en ese proceso estamos atrapados. Mientras la mente busque más experiencia, sólo puede pensar en términos de sensación; y a toda vivencia que sea espontánea, creativa, vital, sorprendentemente nueva, ella la reduce de inmediato a sensación, y persigue esa sensación, que entonces se vuelve recuerdo. La experiencia, por lo tanto, está muerta, y la mente llega a ser como las aguas estancadas del pasado.
Por poco que hayamos examinado esto profundamente, estamos familiarizados con este proceso; y parecemos incapaces de ir más allá. Y nosotros queremos ir más allá, porque estamos cansados de esta interminable rutina, de esta mecánica busca de sensación. La mente, pues, proyecta la idea de la verdad, de Dios; sueña con un cambio vital y con desempeñar un papel principal en ese cambio, y así sucesivamente. De ahí que no haya nunca un estado creador. Veo desarrollarse en mí mismo este proceso del deseo, que es mecánico, reiterativo, que mantiene a la mente en un proceso de rutina y hace de ella un centro muerto del pasado en el que no hay espontaneidad creadora. Y también hay momentos súbitos de acción creadora, de aquello que no pertenece a la mente, ni a la memoria, ni a la sensación, ni al deseo. ¿Qué habré pues de hacer?
(…) Nuestro problema, pues, es el de comprender el deseo –no hasta dónde debiera ir, o dónde debiera terminar, sino el de comprender todo el proceso del deseo, las ansias, los anhelos, los apetitos vehementes–. Muchos de nosotros creen que el poseer muy poco indica liberación del deseo –¡y qué culto rendimos a los que no tienen sino pocas cosas!–. Un taparrabo, una túnica, simbolizan nuestro deseo de estar libres del deseo; pero ésa, nuevamente, es una reacción muy superficial. ¿Por qué empezar en el nivel superficial de abandonar las posesiones materiales cuando nuestra mente está mutilada por innumerables anhelos, innumerables deseos, creencias, luchas? Es ahí, por cierto, que la revolución debe producirse, no en lo que respecta a cuánto poseéis, o qué ropa usáis, o cuántas comidas hacéis. Pero esas cosas nos impresionan porque nuestra mente es muy superficial.
(…) De suerte que este proceso mecánico con sus sensaciones tiene que terminar, ¿no es así? El querer más, el perseguir símbolos, palabras, imágenes con sus sensaciones, todo eso tiene que acabar. Sólo entonces es posible que la mente se halle en ese estado de “creatividad” en que lo nuevo puede siempre surgir.
(…) Cuando veáis, pues, este proceso, cuando os deis realmente cuenta de él sin oposición, sin un sentido de tentación, sin resistencia, sin justificarlo ni juzgarlo, entonces descubriréis que la mente es capaz de recibir lo nuevo, y que lo nuevo nunca es una sensación; por lo tanto no puede jamás ser reconocido, experimentado nuevamente. Es un estado de ser en que la acción creadora adviene espontáneamente, sin que intervenga la memoria; y eso es la realidad.
Editorial Krishanamurti, Puerto Rico. Conferencia en Ojai, California, 24 de agosto de 1952.-