Consideramos el vivir como una acción positiva: hacer, pensar, el interminable bullicio, conflicto, miedo, sufrimiento, culpabilidad, ambición, competencia, el anhelo de placer con su dolor, el deseo de éxito. Todo esto es lo que llamamos vivir. Esa es nuestra vida, con sus alegrías ocasionales, sus momentos de compasión sin ningún motivo y de generosidad espontánea. Existen raros momentos de éxtasis, de una bienaventuranza sin pasado ni futuro. Pero el ir a la oficina, la ira, el odio, el desprecio, la enemistad, es lo que llamamos el vivir cotidiano, y consideramos eso como extraordinariamente positivo.
La negación de lo positivo es lo único verdaderamente positivo. Negar ese llamado vivir ‑que es feo, aislante, temeroso, brutal y violento- sin conocer lo otro, es la acción más positiva. ¿Nos estamos comunicando mutuamente? Ustedes saben que negar del todo la moralidad convencional es ser altamente moral, porque lo que llamamos moral social, la moral de la respetabilidad, es totalmente inmoral; somos competidores, codiciosos, envidiosos, y hacemos lo que nos place ‑ustedes saben cómo nos comportamos. Llamamos a eso moralidad social; la gente religiosa habla de una moralidad distinta, pero sus vidas, todas sus actitudes, la estructura jerárquica de las organizaciones religiosas y de las creencias, es inmoral. Negar eso no es reaccionar, porque la reacción constituye otra forma de disentir mediante la propia resistencia. Pero cuando negamos porque comprendemos, existe la más alta forma de moralidad.
De la misma manera, negar la moralidad social, negar la manera en que vivimos ‑nuestras vidas insignificantes, nuestro pensar y existir superficiales, la satisfacción que en un nivel superficial sentimos con las cosas que hemos acumulado- negar todo eso, no como una reacción, sino viendo la total estupidez y la naturaleza destructiva de esa manera de vivir, negar todo eso es vivir. Ver lo falso como falso es ver lo verdadero.
Luego ¿Qué es el amor? ¿Es placer el amor? ¿Es deseo? ¿Es el amor apego, dependencia, la posesión de la persona a la que amamos y dominamos? ¿Es amor decir “esto es mío y no tuyo, mi propiedad, mis derechos sexuales, en los cuales están envueltos los celos, el odio, la ira y la violencia”? Y además, el amor se ha dividido en sagrado y profano como parte del condicionamiento religioso; ¿es todo eso amor? ¿Puede uno amar y ser ambicioso? ¿Puede usted amar a su esposo y puede decir el que la ama, cuando es ambicioso? ¿Puede haber amor cuando hay competencia y afán de éxito?
Negar todo eso, no sólo intelectual o verbalmente, sino extirparlo de nuestro propio ser, de manera que nunca volvamos a experimentar celos, envidia, rivalidad o ambición ‑negar todo eso, sin duda es amor-. Ambas maneras de actuar no pueden jamás ir juntas. El hombre que es celoso, o la mujer que es dominante, no saben lo que significa el amor. Pueden hablar de amor, pueden dormir juntos, poseerse mutuamente, depender recíprocamente para su comodidad, seguridad, o por miedo a la soledad, pero sin duda alguna, nada de eso es amor. Si la gente que dice amar a sus hijos los amara de verdad, ¿habría guerras, habría divisiones nacionales, habría estas separaciones? Lo que llamamos amor es tortura, desesperación, un sentimiento de culpabilidad. Este amor está generalmente identificado con el placer sexual. No es que seamos puritanos o mojigatos; no decimos que no debe existir el placer. Cuando miramos una nube o el cielo, o un rostro hermoso, en ello hay deleite. Cuando miramos una flor, su belleza está allí ‑no negamos la belleza-. La belleza no es el placer del pensamiento, pero es el pensamiento el que da placer a la belleza
Krishnamurti: El vuelo del águila, Editorial Paidós, Buenos Aires.