Abril 14, 1975
Una serpiente muy grande estaba cruzando el camino de las carretas justo delante de uno; era corpulenta, pesada y se movía perezosamente. Venía de un charco grande que se encontraba un poco más lejos. Era casi negra y la luz del sol crepuscular, al caer sobre ella, daba a su piel un intenso brillo. Avanzaba pausadamente con una señorial dignidad de poder. No advirtió la presencia de uno, que la observaba quietamente y desde muy cerca debía medir bastante más de cinco pies y estaba hinchada con lo que había comido. Subió a un montículo de tierra y uno caminó hacia ella hasta quedar a unas cinco pulgadas de distancia; su negra lengua bifurcada se lanzaba hacia adentro y afuera; estaba moviéndose en dirección a un gran agujero. Uno podría haberla tocado porque tenía una belleza extraña que atraía. Pasaba un aldeano y nos gritó que la dejáramos tranquila porque se trataba de una cobra. Al día siguiente, los lugareños habían puesto sobre el montículo un plato con leche y algunas flores de hibisco. Más lejos, en esa misma carretera, había un arbusto alto y casi deshojado, que tenía espinas de unas dos pulgadas de largo, agudas, grisáceas; ningún animal hubiera osado tocar sus suculentas hojas. Así se protegía y, ¡pobre de cualquiera que lo tocara! Había venados en esos bosques; eran tímidos pero muy curiosos; permitían que la gente se aproximara, pero no demasiado cerca, y si uno lo hacia corrían velozmente alejándose hasta desaparecer entre la maleza. Había un venado que, con los ojos muy abiertos y las grandes orejas hacia adelante, dejaba que uno llegara bastante cerca de él si no había nadie más al lado. Todos ellos tenían manchas blancas sobre una piel de color castaño bermejo. Eran tímidos, mansos y estaban siempre alertas; resultaba agradable encontrarse entre ellos. Había uno completamente blanco, que debe haber sido una verdadera rareza.
El bien no es el opuesto del mal; jamás ha sido alcanzado por el mal aunque se encuentre rodeado por él. El mal no puede dañar al bien, pero el bien puede parecer que causa perjuicio, y entonces el mal se vuelve más artero, más dañino. La maldad puede ser cultivada, agudizada, puede volverse expansivamente violenta; nace dentro del movimiento del tiempo, es alimentada y hábilmente utilizada. Pero la bondad no es del tiempo; de ningún modo puede ser cultivada ni alimentada por el pensamiento; su acción no es visible; no tiene causa y, por tanto, no tiene efecto. El mal no puede convertirse en bien, porque el bien no es el producto del pensamiento; está más allá del pensamiento, como la belleza. La cosa que el pensamiento produce, el pensamiento puede deshacerla, pero eso no es el bien; como el bien no pertenece al tiempo, en él no tiene cabida la duración. Donde está el bien, hay orden, no el orden de la autoridad, del castigo y la recompensa. Este orden es esencial, porque de otro modo la sociedad se destruye a sí misma y el hombre se vuelve maligno, sanguinario, corrupto y degenerado. Porque el hombre es la sociedad; son inseparables. La ley del bien es eterna, inmutable e intemporal. La estabilidad es su naturaleza, y por eso el bien es absolutamente seguro. No existe otra seguridad.
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1987, Págs. 128 y 129