Caminando a lo largo de la vía pavimentada que domina la basílica mayor y más abajo los famosos escalones que llevan a la fuente, con gran cantidad de flores selectas de variados y múltiples colores, y cruzando la atestada plaza seguimos por una estrecha calle de dirección única [vía Margutta], tranquila, con no demasiados automóviles; ahí, en esa calle oscuramente iluminada, súbitamente y del modo más inesperado advino «lo otro» con tan intensa ternura y belleza que el cuerpo y el cerebro quedaron inmóviles. Hasta ahora y por algunos días ello no había hecho sentir su inmensa presencia; estaba ahí vagamente, a la distancia, sólo un susurro y, no obstante, en él lo inmenso se manifestaba sutilmente, con expectante paciencia. El pensamiento y el habla se desvanecieron y había un júbilo peculiar acompañado de claridad. Ello prosiguió con menor intensidad por la larga y estrecha calle hasta que el rugir del tráfico y el atestado pavimento nos tragaron a todos. Era una bendición que estaba más allá de todas las imágenes y pensamientos…
…En raros e inesperados momentos, «lo otro» ha venido súbita e imprevisiblemente y prosiguió su camino, sin invitación y sin que hubiera habido necesidad de ello. Toda necesidad y toda exigencia interna deben cesar por completo para que ello sea.
La meditación en las tranquilas horas de la madrugada, sin ningún automóvil cerca que metiera ruido, era el descubrimiento de la belleza. No era el pensamiento; no era ninguna sustancia externa o interna que estuviera expresándose a sí misma; no era el movimiento del tiempo, porque el cerebro estaba quieto. Era la negación total de todo lo conocido, no una reacción sino una negación que no tenía causa; era un movimiento en completa libertad, un movimiento que no tenía dirección ni medida; en ese movimiento había una energía ilimitada cuya misma esencia era silencio, quietud. Su acción era inacción total, y la esencia de esa inacción es libertad. Había una gran bienaventuranza, un gran éxtasis que pereció al ser tocado por el pensamiento…
…En los jardines [de la villa Borghese], justo en medio del ruido y de los olores de la ciudad, con sus chatos pinos y sus muchos árboles que se estaban tornando de color amarillo castaño, y con el aroma de la tierra húmeda, ahí, mientras uno se hallaba paseando con cierta seriedad, surgió la percepción de «lo otro». Estaba ahí con admirable belleza y dulzura; no era que uno se hallara pensando al respecto ‑ello impide todo pensamiento‑ sino que estaba ahí con tal plenitud que causaba sorpresa y un intenso deleite. La seriedad del pensamiento es muy fragmentaria e inmadura, y no obstante tiene que haber una seriedad que no es el producto del deseo. Existe una seriedad que tiene la cualidad de la luz, cuya misma naturaleza consiste en profundizar, una luz que carece de sombra; esta es infinitamente flexible y, por tanto, gozosa. Estaba ahí, y cada árbol, cada hoja, cada brizna de hierba y cada flor cobraron intensa vida y esplendidez; el color era rico y el cielo inmensurable. La tierra, húmeda y sembrada de hojas, era la vida.
Diario I, Editorial Sudamericana, pág. 137 a 138 y pag. 152.-