Había leído extensamente; y aunque era pobre, se consideraba rico en conocimientos, lo que le daba una cierta felicidad. Pasaba muchas horas con sus libros y mucho tiempo consigo mismo. Su esposa había muerto, y sus dos hijos estaban con algunos parientes; y dijo que estaba más bien contento de hallarse desembarazado de toda parentela. Era singularmente ensimismado, tranquila e independientemente afirmativo. Había llegado desde muy lejos, dijo, para profundizar el problema de la meditación, y especialmente para considerar el empleo de ciertos cánticos y frases, cuya constante repetición era altamente eficaz para la pacificación de la mente. Además, en las palabras mismas había cierta magia; las palabras deben pronunciarse bien y entonarse correctamente. Esas palabras eran manejadas desde antiguos tiempos; y el mismo encanto de las palabras, con su cadencia rítmica, creaba una atmósfera que era útil para la concentración. E inmediatamente empezó a cantar. Tenía una voz agradable, y había una dulzura que provenía del amor a las palabras y a su significado, cantaba con la facilidad propia de una larga práctica y devoción. Desde el instante en que empezó a cantar, se olvidó de todo.
A través del campo llegaba el sonido de una flauta, la ejecución no era correcta, pero el tono era claro y puro. El flautista estaba sentado bajo la generosa sombra de un gran árbol, y distantes detrás de él aparecían las montañas. Las silenciosas montañas, el canto y el sonido de la flauta parecían unirse y disiparse, para empezar de nuevo. Los ruidosos papagayos pasaban como destellos; y otra vez se oían las notas de la flauta y el canto profundo y potente. Era temprano de mañana, y el sol asomaba sobre los árboles. La gente iba de las aldeas a la ciudad, charlando y riendo. La flauta y el canto eran insistentes, y algunos transeúntes se detuvieron para escuchar; se sentaron al borde del camino, cautivados por la belleza del canto y el esplendor de la mañana, que el silbido del lejano tren no perturbaba en manera alguna; por el contrario, todos los sonidos parecían confundirse y llenar la tierra. Aún el fuerte graznido de un cuervo no era discordante.
¡Cuán extraordinariamente nos encanta el sonido de las palabras, y qué importantes han llegado a ser para nosotros las palabras mismas: patria, Dios, clero, democracia, revolución! Vivimos de palabras y nos deleitamos con las sensaciones que producen; y son estas sensaciones las que se han vuelto tan importantes. Las palabras satisfacen porque sus sonidos reavivan sensaciones olvidadas y su satisfacción es mayor cuando las palabras reemplazan lo actual, lo que es. Tratamos de llenar nuestro vacío interior con palabras, con sonido, con ruido, con actividad; la música y los cánticos son una feliz evasión de nosotros mismos, de nuestra pequeñez y aburrimiento. Las palabras llenan nuestras bibliotecas; y ¡cuán incesantemente conversamos! Difícilmente nos abrevemos a estar sin un libro, desocupados, solos. Cuando estamos solos, la mente está agitada, vagando por doquier, atormentando, recordando, luchando; así jamás hay soledad, la mente nunca permanece quieta.
Obviamente, la mente puede ser aquietada por la repetición de una palabra, de un cántico, de una oración. La mente puede ser dopada, adormecida; puede ser adormecida placentera o violentamente; y durante este sueño puede tener visiones. Pero una mente aquietada por la disciplina, por el ritual, por la repetición, jamás puede ser alerta, sensitiva y libre. Este aturdimiento de la mente, sutil o burdo, no es meditación. Es agradable cantar y escuchar a alguien que puede hacerlo bien; pero la sensación requiere siempre nuevas sensaciones, y ellas conducen a la ilusión. La mayoría de nosotros gusta vivir de ilusiones, es placentero descubrir más hondas y más amplias ilusiones; pero es el temor de perder nuestras ilusiones que nos hace negar o encubrir lo real, lo actual. No es que seamos incapaces de comprender lo actual; lo que nos hace temerosos es que rechazamos lo actual y nos aferramos a la ilusión. Quedar más y más profundamente atrapados en la ilusión no es meditación, ni tampoco lo es el decorar la jaula que nos aprisiona. La alerta percepción, sin ninguna opción, de las modalidades de la mente, que es la creadora de la ilusión, es el comienzo de la meditación.
Es asombroso cuán fácilmente encontramos sustitutos para la cosa real, y qué satisfechos estamos con ellos. El símbolo, la palabra, la imagen, se tornan de suprema importancia, y alrededor de este símbolo levantamos la estructura de la autodecepción, empleando el conocimiento para fortalecerla, y así la experiencia se convierte en un impedimento para la comprensión de lo real. Nombramos, no sólo para comunicar, sino también para afirmar la experiencia; esta vigorización de la experiencia es autoconciencia, y una vez atrapados en sus procesos, resulta extremadamente difícil salir del enredo, es decir, trascender la autoconciencia. Es esencial morir para la experiencia del ayer y para las sensaciones del hoy, pues de otra manera hay repetición; y la repetición de un acto, de un rito, de una palabra, es vana. En la repetición no puede haber renovación. La muerte de la experiencia es creación.
Primera Serie, Editorial Kier, Buenos Aires 1994, págs. 75 a 77.-