Por siglos hemos desesperado por encontrar la verdad. Algunos han sostenido que la misma albergaba en Dios, otros en el mundo material y otros, simplemente, han negado la capacidad del hombre por alcanzarla. Si bien es una cuestión claramente discutible, si el ser humano está dotado de esa cualidad, muchos (especialmente los que detentan el poder), se han convertido en múltiples momentos de la Historia en dueños de, por supuesto, las verdades que ellos afirmaban como tales. En ese adueñarse, han cometido en un sinfín de oportunidades las más atroces de las matanzas y exterminios, sin distinción de ideologías, religiones o culturas. Y es que la idea de lo absoluto y su «propiedad» parece legitimar cualquier conducta.
En lo individual, nuestro ego, siempre presto a realizar todas aquellas acciones que permitan su crecimiento, se involucra constantemente tratando de manipularla para su propio beneficio.
El afamado cuento de Andersen «El traje nuevo del Emperador», en el que todos los que lo rodean le impiden a él el contacto con la realidad (que se encuentra simplemente desnudo), nos demuestra una vez más que el interés propio en todas sus formas y matices es el primer obstáculo para acercarnos a lo que es y, en el caso, solo el desinterés del niño permite ver a través de su claro cristal.