FERNANDO SAVATER

Quizás más de uno de ustedes en algún momento de sus vidas experimentó esa  breve plenitud que nos permité tener,  paradójicamente,  la certeza de la potencia de las limitaciones y condicionamientos que nos acompañan en nuestro cotidiano vivir. No importa si ello ocurrió en ocasión de una circunstancia trivial o de un solemne ritual, lo trascendente es la percepción con todo nuestro ser de la existencia de un ámbito en donde la vida cobra una intensidad y fuerza hasta ese momento desconocido, aunque ello sea  fugaz. Posiblemente también ustedes tengan muchas otras anécdotas similares a la siguiente y así podrían dar fe de que todo ello es simplemente factible: 

…Me lo contaron hace años unos amigos italianos que estuvieron de visita en San Sebastián. Tras una jornada  de playa y variedad de gratos paseos, cenaron suculentamente en un asador de la parte vieja donostiarra. Muy satisfechos, con el dulce arrobo de la buena comida bien regada y algunas copas más como remate, salieron a la tibia hermandad de la noche, entre calles estrechas y acogedoras. Se sentían no propiamente en la gloria, sino bastante cerca de ella. Entonces, llegó la mismísima gloria. De repente, sobrecogedoramente, comenzaron a oír un coro que se les antojó celestial; entonaba nada menos que el “Va pensiero” de la ópera Nabucco, el clamor de los prisioneros por la libertad perdida y la nostalgia de la patria. ¡Allí, en las callejas remotas de la pequeña capital vasca! Eran voces maravillosas, arrebatadoras, mágicas, nada que ver con el berrear de los borrachos a altas horas de la madrugada. Mis amigos, más italianos entonces que nunca, se creyeron  poseídos por algún embrujo digno de Ariosto. Y sintieron que todo era posible, que el infinito siempre está cerca, cercándonos…

No pretendo destripar este modesto milagro explicando brevemente sus requisitos: otra cena en  un restaurante vecino, ésta de los miembros del admirable Orfeón Donostiarra, que celebran –también con un buen yantar y bastantes copas- alguno de sus innumerables éxitos. Después, ya en la calle, varios entonaron el coro de Nabucco con que tantos aplausos habían cosechado sobre el escenario. El resto es historia, la que acabo de narrarles. Lo importante de la anécdota es que de vez en cuando lo maravilloso puede asaltarnos la vida: por azar, por arte, por una de esas coincidencias que embrujaban a Jung, a veces porque hemos bebido o fumando algo estupendo, se abren las puertas que nos separan del fondo de las cosas y conectamos. Por un instante, todo parece ser como siempre debiera ser, pleno, intenso, gravemente alegre: después se desvanece poco a poco, pero nos queda el ramalazo tonificante de lo que hemos sentido durante ese momento. Y ayuda a vivir, vaya que si ayuda. […]

El pellizco es la salvación momentánea, lo que nos rescata. En uno de sus majestuosos momentos inspirados dice Víctor Hugo. Que el tigre “lleva su piel marcada por la sombra de la jaula eterna”. En esa jaula eterna estamos todos encerrados, fieras y humanos. De vez en cuando llega el pellizco, para que comprendamos por un instante que los barrotes son sólo sombras y que nuestro destino es abierto, como cuando cubre el resplandor del sol.

La Vida Eterna, Editorial Ariel, Bs As, 2007, pág. 247 y 248.-

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