ROGELIO MORENO PIQUE

Desde nuestra perspectiva, es interesante la óptica del autor que vincula fuertemente la intensidad de los sentimientos a la sensación de desprendimiento o alejamiento de nuestro yo. Parecería que los  momentos de éxtasis no se dan teniendo al ego de sede, veamos: 

¿Quién no ha amado alguna vez? Y si ha amado, ¿no ha sentido como si una extraña corriente o un desconocido viento le impulsaran suavemente hacia otra parte? , ¿No ha sentido el placer de abandonarse a ellos, de deslizarse sin rumbo sabido olvidando proyecto y fines, olvidándose de qué y quién ha sido? Dice Petrarca algo así (cito de memoria una traducción no sé si fiel, pero excelente…) “Cuando estoy orientado hacia la parte /donde tu rostro brilla, mi señora / y en el pecho me brota aquella lumbre / que por dentro me quema y me traspasa / siento mi corazón resquebrajarse / y me encuentro vecino de la muerte / y voy como quien va, ciegos los ojos, / a emprender un camino irremediable.

En el amor se vive con mayor intensidad que en otros afectos la pérdida de sí en la pasión misma. Pérdida a veces fatal, pues hay amores que matan. Y este decir popular (o de antigua copla, que es lo mismo) es, en su ambigüedad, muy atinado. Isolda muere de solo amor. Otros se dan la muerte por amor, a Isolda no le hace falta el artificio: amor la mata. En un rincón de los Cárpatos –de difícil acceso, dicen, de imposible ubicación– habita el no muerto, hijo predilecto del diablo, señor de la noche, dueño de ratas y lobos, embajador de la peste. No es fácil acabar con él, aunque hay modo de hacerlo. Antiguos tratados de vampirismo explican detalladamente algunos procedimientos: ya sea para alejar a esta criatura, ya para curar los efectos de su contagio, incluso para deshacerse definitivamente de ella (tal vez “definitivamente” sea en este caso un término excesivo). Entre estos últimos, uno merece especial mención: el amor. Así es, el conde transilvano puede morir de amor. Si surge en él pasión tan poderosa que lo retenga en el lecho de su amada hasta la salida del sol, el vampiro desaparecerá, se deshará en puro polvo. No es fácil que el vampiro se enamore, pero si lo hace corre hacia su perdición (o su redención, porque hay fundadas sospechas de que el conde se siente muy solo y muy hastiado de tanta noche y tanto trabajo para perseverar en su ser –son demasiados años, demasiados siglos, no recuerda ya nada de su infancia–; hasta se rumorea de él, el cazador, que aborrece ya la caza, y que muere porque no muere). Otras veces el extravío amoroso no es fatal. Aunque esta pasión, si es verdadera, ha de producir siempre un cierto desasosiego, un no estar del todo en uno mismo.

En la mística se ve con claridad: “Vivo sin vivir en mí”, dice San Juan de la Cruz en las Coplas del alma que pena por ver a Dios. Y el mismo, en Noche oscura: “Quédeme y olvídeme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejeme, /dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. Me atrevo a declarar que todo auténtico amante ha de sentir en grado mayor o menor el arrobamiento del místico (el éxtasis, salir de sí); si no, no ama, y se acabó; le pasa otra cosa, tal vez muy interesante, quizá más placentera y menos peligrosa, pero no ama si no siente que se desliza de su piel y se ve fuera de sí mismo, olvidado de sí, en pos de lo amado, confundido ya con él, viviendo en él. Y hasta en pasiva: siendo vivido por él. Recuérdese a Pedro Salinas: “Qué alegría, vivir / sintiéndose vivido. / Rendirse / a la gran certidumbre, oscuramente, / de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, / me está viviendo. // Que cuando los espejos, los espías, / azogues, almas cortas, aseguran / que estoy aquí, yo, inmóvil, / con los ojos cerrados y los labios, / negándome al amor / de la luz, de la flor y de los nombres, / la verdad trasvisible es que camino / sin mis pasos, con otros, / allá lejos, y allí / estoy besando flores, luces, hablo…”. Y si no, sin llegar a tanto, véase al amante mirar con reverencia lo que toca y pisa el amado, seguir su rastro como en sagrada procesión, sentir que su amor se extiende a los lugares, a las músicas y los olores que ha compartido con él, andar por ahí un poco como loco, sintiendo mariposas en el estómago sólo porque sabe, cuando alza la mirada hacia Casiopea, que en el mismo momento el otro la está también mirando, o notando un vuelco en el corazón al pasar por el trigal en el que se hicieron un día un hueco entre las altas espigas. ¡No es uno mismo cielo, trigal, canción? Hay algo de locura en el amor; o no es amor.

Este salir de sí que traduce muy bien el término “arrobamiento” no es cosa excepcional. Siempre estamos un poco fuera de nosotros mismos. Así como “por dentro” somos muchas cosas, también algo de nosotros lo hallamos “fuera” de nosotros mismos. Aunque nos resistamos a aceptar las dos condiciones, que sumadas y elevadas a su máxima potencia tal vez nos conducirían a la locura, somos así; sin necesidad de invocar situaciones o estados excepcionales, como la mística o el enamoramiento feroz. A nadie le extraña que un padre se “desviva” por sus hijos, esto es, que se abandone un tanto a si mismo dejando en parte de vivirse, para vivir en el hijo, para sentir las penas y alegrías del hijo como propias. Puede, incluso, que esta situación llegue al límite, y el “desvivirse” sea ya el dejarse morir o el morir sin más (el que en situación precaria da al hijo el único pan de que dispone, o el que lo rescata de una muerte cierta dejando su vida él). Es seguramente encomiable, pero no raro. Tampoco es tan raro que ocurra lo mismo en la amistad. Es posible que no sea muy común llegar en ella al extremo fatal, pero en buena amistad hay también un sentir con el amigo, un apenarse de sus penas y alegrarse de sus alegrías. Y ¿acaso no se dan estos sentir y hacer cuando se trata simplemente del “prójimo”?; sí se dan, y así ocurre a veces cuando el otro no es próximo, sino lejano (amor al lejano, amor al que aún no es, sentir con el extraño, sentir con el que será). ¿Y jamás nos ha sucedido que al cruzarnos en una calle cualquiera con un desconocido, mirándole a los ojos por azar, nos haya invadido un extraño y profundo afecto de sentir con él, en él? ¿No?

Un momento evangélico de singular belleza es aquel en que Jesús está hablando a la gente y llegan a él unos discípulos para decirle que su madre y sus hermanos lo esperan. Jesús señala a las gentes que lo rodean y contesta a los discípulos: Éstos son mi madre y mis hermanos”. Cristo es un buen modelo del sentir en el otro, con el otro (entendido como singular no identificado, sin nombre propio). El Cristo evangélico es afecto extenso de límites imprecisos y lejanos. Digo Cristo; nada he dicho de los cristianos. E incluso más allá o más acá de los afectos, en el simple transporte hacia el otro, hacia su actividad o su vida, en un estado de neutralidad afectiva, sin inclinación ni aversión (neutralidad, pero quizá no indiferencia, pues el mero dejarse ir –o ser empujado—hacia el otro ya es signo de un cierto afecto). Misteriosa tendencia a suspender todo juicio propio, el moral, el sentimental, el sensitivo (completa y rara epojé) e intentar, aunque sea sólo por un instante, sentir y pensar como el otro, y notar como a uno le brotan sensaciones y sentimientos, voliciones y valoraciones extraños que le hacen creer que ha poseído al otro o se ha contagiado de él. No hay auténtica identificación, no puede haberla, ¿quién sabe lo que pasa por la cabeza o el corazón del otro?, ¿cómo construir (o reconstruir) sus afectos con fragmentos de los propios?: imposible.

Pero Lenz en sus paseos se siente árbol y montaña (lo cuenta Büchner) y Byron asienta desde su rincón. Quizás este viaje conduzca a la locura cuando se quiere llegar a alguna parte al emprenderlo; pero el partir, el salir sin ambición de final ni es raro ni peligroso y, sobre todo, no es en absoluto triste, sino, todo por el contrario, el más alegre de los experimentos (alegría de expansión, alegría de ventanas abiertas, alegría de aire renovado). Y si una identificación perfecta es demente, ¿qué es un distanciamiento cerrado y absoluto, monádico, autista?: otro tipo de demencia. Cuando paseo por el puerto al anochecer y veo al pescador preparándose para zarpar, me introduzco de algún modo en él, en lo que vive, y siento, como podría sentir él, el salitre y la brisa fresca y el zarandeo de las olas. ¿Qué tengo yo que ver, hombre de tierra adentro y propenso al mareo, con todo eso? Sin embargo… El pescador se reiría de mí si me atreviera a describirle su propio estado interior,seguramente en poco coincidiría mi sentir su vivencia con su vivencia misma, no hay identificación posible (y si la hubiera, insistamos, me encontraría de pronto y de lleno en la demencia), pero tampoco nos hallamos tan lejos y separados el uno del otro. Hay algo en sus movimientos, sus palabras, y hasta en sus blasfemias, que me mueven hacia él, que provocan en mí una cierta deriva en su dirección, que no es, de hecho, la suya, pues él está yendo hacia otra parte (váyase a saber a dónde va, qué tira de él). En las primeras luces del atardecer de un viernes en la ciudad, pasos apresurados de gentes que acaban de dejar sus trabajos y van derechos al fin de semana. A veces creo que puedo oler la calle como ellos la huelen, que puedo sentir el mismo cosquilleo de alegría e inquietud que sienten al pensar en la cita de la noche o en el encuentro con los amigos en la barra iluminada del bar o en el descanso prolongado entre las sábanas… Ninguna curiosidad (es lo perfectamente contrario). Sé que si me hablaran y me contaran sus cosas, o alguien lo hiciera por ellos, desaparecería ese transporte, por mucho misterio que pusieran en su narración (y aparecería, todo lo más, un cierto interés, morboso o no; aunque más probablemente, el tedio). No pretendo ser ellos, no presumo adivinar lo que sienten, no me “identifico” con ellos. Pero de algún modo tiran de mí y se me llevan un poco, como si mi rumbo no fuera sólo mío y lo ajeno tuviera que ver con lo propio más y de maneras más extrañas de lo que se suele suponer. En ocasiones ese trance es breve, ligero y casi sólo soñado; otras veces es un auténtico devenir: sacudida y viaje.

“¿Jugamos a los indios?”, “Yo sería el jefe”, “Pues yo sería el general Custer”, “Yo era un gran tirador”, “¿Vale que yo era muy valiente?”. En los juegos infantiles, aún más, en la vida cotidiana de los niños, estos devenires son constantes y potentes, pero los niños no son tontos y saben que no son indios, sólo lo serían; lo eran…

Moreno Piqué, Rogelio: La farmacia del olvido. (Un ensayo filosófico), RBA Libros, S.A., Barcelona 2007, pág. 323 a 327.-

Una respuesta

  1. Alfonso
    Alfonso 28 de enero de 2016 at 5:57 AM |

    Excelente reflexión la de este filósofo. Gracias por su publicación.

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