JEAN PIERRE GAILLARD

En esta oportunidad hemos elegido para su publicación el prólogo especialmente escrito por Gaillard para el libro denominado: El Lenguaje de Krishnamurti, cuyo autor es Yvon  Achard. Dicho prólogo resume de forma sorprendentemente clara y sencilla no solo su contenido ,  sino que  nos brinda también ciertas claves,  tanto de la terminología como de los usos de K, muy útil de tener en cuenta como guía para los que se inicien en el estudio de sus textos, sirviendo también  de «recordatorio» para aquellos que transitan su Enseñanza desde hace largo tiempo, veamos:

…La plena comprensión de la naturaleza condicionante del lenguaje, el que, utilizado de manera mecánica no es más que un manojo de hábitos mentales de reacción, ocasiona el “estallido” de las palabras, es decir, que de ahí en adelante la palabra pierde toda capacidad de formación de separación, de aprisionamiento, por haberse desprendido de la «carga psicológica”. La disolución del reflejo condicionado, lingüístico, por medio de la atención constante al contenido total de las palabras empleadas y a las reacciones emotivas que éstas provocan en nosotros, da acceso a la inmensidad del silencio interior en el que sólo puede realizarse la verdadera relación.

K ha dicho a menudo que “la palabra no es la cosa”. Para captar el significado de esta sentencia, es menester percibir claramente las barreras creadas por las palabras. Las interminables conferencias internacionales sobre la “paz” entre adversarios ideológicos o nacionalistas, o bien, los innumerables ecumenismos entre adversarios religiosos que sólo terminan bajo la presión de necesidades imperiosas o eventos imprevistos, nos dan un ejemplo esclarecedor que debería hacernos reflexionar sobre las profundas razones de estos fracasos.

Podemos observar muy sencillamente cómo se forman las “palabras cliché” con su contenido “atracción-repulsión” al que se apega e identifica el “yo” extrayendo de ellas placer y satisfacción. Estas palabras tienen un poder condicionante considerable y se vuelven temibles tan pronto como adquieren una dimensión colectiva. Sólo queda entonces una continua reacción a través de las palabras-prisión en las que la mente se ha encerrado a sí misma, y de ahí que toda comprensión y toda relación se haga imposible. Todo termina en un inútil diálogo de sordos, lo cual es la negación del hombre y de la vida. La acuñación de nuevas palabras que seducen la mente aprisionada, pero que no tienen significado alguno, tales como “fraternidad” o “tolerancia”, no hacen más que aumentar el desastre.

La pantalla de la “palabra imagen” impide comprender el movimiento de la Vida, de la cual formamos parte y de la que nos hemos separado; de esta Vida que es interna y externa, que es la única realidad constantemente bloqueada por el eterno parloteo de nuestros pensamientos superficiales. Cuando ya no hay pantalla, el observador también ha desaparecido  y con él, todos los problemas que ha engendrado,  pues el observador,  el pensador, la entidad que juzga, percibe y sufre, no es más que el pasado condicionado, reaccionando ante el presente y fabricando incesantemente el tiempo psicológico con sus esclavitudes.

Entonces sólo permanece el movimiento de la Vida que es puro surgir de instante en instante, en el que ha desaparecido todo sentido de “sí mismo” y por lo tanto de continuidad. Es lo que Krishnamurti llama “morir”; pero ese “morir” da acceso a la vida eterna en la que la oposición”vida-muerte” deja de tener sentido.

La pantalla de la palabra, el proceso de denominación, impide toda comprensión de la realidad viviente. Debido a la separación engendrada por la imagen del pasado, jamás hemos vivido, indudablemente, esta intensa comunión con la araña que teje su tela, la oruga que atraviesa el camino, la hierba acariciada por el viento, las nubes cargadas de lluvia, la brisa en los árboles o la lluvia cayendo sobe el follaje. Esta inmensidad vivida está ahí cuando el espíritu está en acecho, suspendido, inmóvil, sin represión ni dirección, es decir, totalmente viviente. Esta  belleza sin límites surge del silencio interior: ella es: silencio, felicidad, plenitud del ser. En ella todo se ha realizado.

Todo esto podrá parecer extraño a mentes demasiado ávidas de deleitarse con el saber  y la dialéctica; evidentemente, para comprender la cosa, hay que  haberla vivido, sentido, experimentado con la totalidad del ser; por tanto, no hay que rechazar sino tratar de comprender el pleno significado de este lenguaje universal llamado “silencio”. Este silencio sin medida sólo puede ocurrir cuando ha callado el pensamiento, cuando la mente está totalmente calmada, tranquila y atenta; entonces, en esta libertad total despierta una inteligencia nueva, una nueva comprensión de lo que realmente somos. En ese silencio que también es “amor”, se establece la única verdadera relación que es…comunión.

Llegado a este punto, surge la cuestión de la educación. Podemos observar que nuestros sistemas educativos están basados sobre el desarrollo de los lenguajes diferenciales (idiomas diversos con su estructura propia y la mentalidad peculiar de los pueblos que los hablan). Esta forma educativa que pone esencialmente el acento sobre el desarrollo del intelecto, haciendo a un lado casi por completo lo que es fundamentalmente humano, no permite el acceso al lenguaje universal; por el contrario, tiende a alejarse de él debido a los métodos competitivos a los cuales se ve obligada a recurrir para seleccionar los más aptos; pero, ¿más aptos para qué?

Si lo examinamos más estrechamente, veremos que esta selección tiende casi siempre hacia la aptitud de comprender, de memorizar y de trabajar, intelectualmente con rapidez. A este nivel, igual sería seleccionar los mejores cerebros electrónicos; ¿qué le sucede al hombre en esa competencia absurda? Por lo general, al pasar por el tamiz artificial de los conocimientos desde temprana edad, lo conduce al punto de los falsos valores  que crean las jerarquías ficticias y la carrera hacia las posiciones sociales. Esta competencia despiadada alentada por la sociedad, por la familia y a menudo por el profesorado mismo, deforma al ser humano en lo que tiene de más noble en provecho de un sentido de superioridad y de un instinto de poder. Este es un hecho que todo observador honrado puede verificar.

Estos sistemas competitivos a los cuales se somete al hombre al entrar en la vida, contribuyen a formar una sociedad esencialmente nociva y contraria al florecimiento del ser humano, obligándolo a polarizar, toda su energía hacia la persecución de valores temporales secundarios y, por tanto, ilusorios que le impiden reflexionar sobre las cuestiones esenciales que su misma existencia plantea. Esto significa que el sistema educativo actual va  en contra de la razón de ser de toda verdadera civilización, la cual debería promover las condiciones propicias a la realización de lo “humano” en el hombre.

Debemos plantearnos seriamente la pregunta para saber cuáles son los criterios que singularizan al hombre civilizado, al hombre cultivado. ¿Acaso es la aptitud de pasar brillantemente sus exámenes? ¿ La capacidad de construir máquinas maravillosas para desintegrar el átomo, para ir a otros planetas, y no obstante, permanecer desgarrado por los conflictos internos, dominado por la confusión, roído por la inquietud y el temor? O bien, ¿ la verdadera dicha consiste en la realización de la plenitud de lo humano en el hombre?

Hacerse tal pregunta seriamente, es decir, sin tratar de evadirme inconscientemente por medio de palabras agradables pero falaces, ya es contestarla. Bien se trate o no, de un erudito, un científico, un artista o un poeta, ya de alguien colmado de numerosas capacidades, o bien de un simple artesano sin instrucción, estas aptitudes diferentes y gustos personales, nada cambian el hecho de que el valor supremo reside en ese sentido plenamente vivido en la unidad de la vida y de los hombres del mundo. Esta vida “viviente”, valor supremo que se descubre y se vive, es también dicha suprema que surge de por sí, sin depender en absoluto de cosas, de ideas, de seres vivientes o acontecimientos.

¿Y si fuera por este descubrimiento, por esta vida, por lo que el hombre ha nacido sobre la tierra? ¿Y si fuera ésta su razón de existir? ¿Nada harían los medios oficiales para ayudarlo en esta dirección? Y, ¿continuarán alentándolo a perseguir dichas futuras que sólo deparan amargura y desesperación? De las inmensas sumas gastadas para instruir, ¿no llegaremos algún día a destinar una parte para crear escuelas dignas de este nombre, dirigidas por verdaderos educadores? En este mundo peligroso, la pregunta es imperiosa y urgente la respuesta.

Una verdadera educación, una verdadera cultura, deben tener como objetivo esencial el ayudar al niño, al adolescente y al hombre a descubrir este valor supremo, este amor, esta felicidad. Para ello debe ayudársele a comprenderse, a conocerse, a pensar por sí mismo, a percibir directamente que las diferencias que lo separan de los demás no son más que palabras, irrealidades proyectadas por una forma de pensamiento egocéntrico, originado primero por los diversos condicionamientos a los que ha estado sometido desde su nacimiento por su medio ambiente, y luego, por las propias lucubraciones de su mente; entonces, repetiremos aquí, una verdadera educación debe ayudarlo a percibir cómo la mente humana encuentra satisfacción en identificarse con esas ilusiones que le procuran bienestar, seguridad y un sentido de superioridad, y cómo se refuerzan esas ilusiones por el proceso de nombrar, por el proceso autoproyectado de la palabra. Debe, por fin, mostrársele la corrupción, el deterioro moral y material,  interno y externo, de los que esas identificaciones son la causa. Entonces, las facultades intelectuales puestas al servicio de la verdadera inteligencia podrán contribuir a la regeneración de la sociedad. No cabe duda que, para ayudar e esta transformación interna fundamental, no se puede contar con la cooperación activa de los estados soberanos, de las iglesias e ideologías exclusivas, ni de los ávidos hombres de negocios; en una palabra: de las organizaciones basadas en ideologías condicionantes, tales come existen hoy en día.

Ciertamente, que, al incitar a la libertad interior, una verdadera educación daría el golpe de gracia a los sistemas y sus rivalidades estúpidas; pero, ¿quién puede regocijarse del reino de la estupidez, cuando cada uno somos el artesano y la víctima? ¿La humanidad en su inmadurez, no ha sufrido bastantes calamidades inútiles?

Una verdadera educación debe dar acceso a un lenguaje universal que esté más allá de las palabras engañosas que nos separan. A través del lenguaje diferenciado, Krishnamurti conduce a sus oyentes atentos hasta el umbral de este silencio que es relación. Por medio de la maestría del lenguaje estructurado, adquirida después de tantos años de contacto con auditorios muy diversos, por su conocimiento profundo de la mente humana, él arrincona al pensamiento hasta un callejón sin salida; este pensamiento siempre prisionero del pasado y de lo conocido, es incapaz de captar lo desconocido, lo nuevo, lo no-condicionado, que no pertenece a la continuidad, se encuentra entonces en el único estado que le permite comprender su propio proceso. Entonces se da cuenta de que las respuestas  que él da a los problemas fundamentales de la existencia, son falsas y constituyen una perpetua huida ante el hecho de que él es incapaz de contestarlas. Entonces no puede hacer otra cosa que callarse, y es en ese silencio no fabricado, no deseado, no obtenido, sino que surge de por sí, en el que adviene esta mutación psicológica que es total despojamiento y que, por lo mismo, pone fin al aislamiento y al temor. Ejemplo de perfecto educador, Krishnamurti, a través del lenguaje diferencial cuyo estallido provoca, extrae el perfume de lo que es “universal”

En nuestra época actual, cuando la lingüística y la semántica toman un lugar preponderante en toda ciencia o búsqueda humana, nos damos cuenta que Krishnamurti ya había captado toda la importancia que tiene el lenguaje sobre la mente del hombre; en el mismo momento en que Ferdinand de Saussure elabora su teoría lingüística, el eminente pensador hindú hacia idéntico descubrimiento a  través de la observación viviente del corazón y de la mente humana.

Es la primera vez que una tentativa así se haya hecho para ir al fondo de la comprensión de esta enseñanza (que no es una enseñanza en el sentido etimológico, puesto que no se trata ni de reglas ni de preceptos. K se concreta a señalar a los hombres sus cadenas. Indudablemente esta ayuda es inestimable para aquellos que quieren realmente “ver” y se consagran seriamente a la árida labor de comprenderse, pero él siempre deja que sus oyentes descubran por sí mismos, pues sólo los descubrimientos personales poseen una virtud liberadora).

Ciertamente, y es indiscutible, que el saber tiene su utilidad; pero forma parte de lo no-esencial, y hay que estar por completo libre de los conocimientos adquiridos para penetrar en ese estado de “aprender sin acumular”, que es el estado del movimiento de la Vida y también de la mente purificada, humilde, sencilla, “inocente”, de la mente que sabe que “no sabe nada”…

El Lenguaje de Krishnamurti, Editorial Orión, 1975, páginas: 11/20

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