EDUARDO PUNSET

Dificil precisar que es la felicidad.¿No es cierto? Como tantas otras cuestiones vinculadas a la imprecisa naturaleza de nuestras emociones, se torna resbaladiza, escurridiza, precaria, transitoria y en muchas casos: ilusoria…

Es interesante, no obstante, preguntarse porque la buscamos permanentemente, ya que en la mayoría de los casos no sabemos ni siquiera en que consiste. Quizás nuevamente el conflicto entre lo que imaginamos que debe ser y lo que es, sea el mayor obstáculo para alcanzarla….¿alcanzarla?.

Todos estos interrogantes tornan particularmente interesante la introducción sobre el tema que  nos plantea lo extractado de este libro, veamos pues como lo encara el autor:

 

Los factores recónditos de la felicidad

Mi amigo Lewis Wolpert, biólogo inglés, profesor emérito del University College de Londres, no se suicidó tirándose desde un puente al Támesis. Pero su segunda esposa murió de cáncer, atormentada, al decir de muchos, por las continuas amenazas suicidas de Lewis durante más de tres años. A su avanzada edad, a Lewis le ha costado superar la depresión, pero ha escrito un libro en el que cuenta su experiencia depresiva, a la que llamó tristeza maligna. Y así tituló su libro. Este capítulo también se titula así, no porque la depresión sea el único factor interno de la infelicidad sino porque es, posiblemente, el más destructor y el menos controlado de todos los factores que germinan dentro de la propia persona. […]
Sabemos que el cerebro procesa las emociones de forma similar a la que utiliza para procesar la visión o los movimientos voluntarios, es decir, a través de circuitos neuronales. También sabemos que las emociones y la parte cognitiva del cerebro funcionan con circuitos separados, aunque interdependientes, e incluso relativamente especializados respecto a determinadas emociones, como por ejemplo el miedo y la repugnancia.

Aunque estamos empezando a entender el mapa emocional y podrían identificarse muchas más emociones “especializadas”, es probable que las dos citadas tengan un estatus privilegiado en la historia de la evolución. Aseguran que el individuo reaccione frente a situaciones amenazantes, como la presencia de depredadores o de miembros dominantes de la misma especie, y ante realidades peligrosas como alimentos putrefactos, agua estancada o un congénere con una enfermedad contagiosa. […]
El miedo depende de circuitos muy complejos relacionados con la amígdala, el cerebro primordial. Las distintas partes de la amígdala se comunican entre sí. Una vez se establecen estos circuitos como respuesta al miedo, la reacción tiende a perpetuarse automáticamente. Los detalles de estos circuitos habían sido estudiados en ratas, pero desde 1996 se han llevado a cabo experimentos con humanos que permiten conocer la forma de almacenar recuerdos ligados a la emoción del miedo. Ahora sabemos, por ejemplo, que el cerebro procesa información relativa a amenazas y al miedo incluso cuando una persona no se concentra en ello, aunque ni siquiera recuerde haber visto una señal de peligro.
Esto significa que se puede ser fácilmente presa del condicionamiento y reacciones inconscientes al miedo, contaminando así multitud de comportamientos aparentemente racionales. Es muy difícil desprogramar estos circuitos por dos motivos básicos: en primer lugar, el miedo se almacena de forma casi indeleble en nuestro cerebro, y, en segundo lugar, reaccionamos de forma instintiva ante esta emoción. La trascendencia es colosal. No se trata únicamente de que la emoción básica del miedo condicione la vida cotidiana de la gente sin que lo sepa, sino que se está sugiriendo que personajes e historiadores de ideologías tan dispares como Manuel Azaña y Ricardo de la Cierva apuntaron en la dirección adecuada –lo que muestran las investigaciones de la neurociencia moderna– cuando achacaban al miedo los horrores de la guerra civil española. Unos horrores fratricidas que traumatizaron a los españoles durante generaciones y que conmovieron al mundo de la época. Como se ha dicho antes, muchos miedos almacenados durante la infancia son inconscientes y perduran siempre. Ojalá el conocimiento de los procesos de formación de la memoria no lleguen nunca al detalle de contar con los recursos necesarios para saber sellar en la infancia una reacción determinada para siempre, cada vez que se produzca el estímulo temido o esperado. Que los horrores equivalentes a los de una guerra civil, en lugar de ser el producto de un estallido azaroso del miedo, no fueran el subproducto calculado de una manipulación de la memoria en la infancia.

Por otra parte, existe otra razón que explica la dificultad de desprogramar los circuitos del miedo. Existen muchos más circuitos celulares que van desde la amígdala, gestora de las emociones, hacia el córtex prefrontal –responsable en mayor medida de la capacidades de razonar y planificar–, que al revés. Según Joseph Ledoux, las conexiones neuronales que van del córtex hacia la parte inferior de la amígdala están menos desarrolladas que en sentido contrario. De manera que las pasiones ejercen una influencia mayor sobre la morada de la razón que viceversa. Una vez se ha enchufado la emoción, resulta muy difícil desenchufarla mediante el pensamiento lógico. Por eso es tan complejo controlar nuestras emociones. Las admoniciones de “no fumes”, “no te drogues”, “no bebas demasiado” recorren un camino vecinal y tortuosos, mientras que los impulsos en busca de tabaco, bebida u otras drogas circulan por autopistas muy bien señalizadas. ¿Quiere decir que, además de incontrolables, las emociones son también azarosas o aleatorias? En absoluto. Si fuéramos plenamente conscientes de la naturaleza inconsciente de lo que los neurólogos llaman los marcadores somáticos, las emociones serían previsibles.
El cerebro asocia un cambio en la percepción corporal o somática con la emoción que crea ese estado somático. Por ejemplo, asocia la imagen de un tigre con la emoción del miedo; si esta asociación se repite regularmente, se convierte en un marcador somático. Los marcadores somáticos son el repertorio de aprendizaje emocional adquirido a lo largo de nuestra vida y se utilizan instintivamente para tomar decisiones diarias. Este bagaje emocional tiñe de forma determinante nuestra percepción del Universo. Como se vio en el capítulo anterior, la ventaja que supone tomar decisiones a través de un sistema emocional es que constituye un atajo: respondemos de forma automática, comprobada por la experiencia, sin necesidad de pensar conscientemente. Pero esto entraña serios problemas.
En primer lugar, este atajo induce a actuaciones excesivas muy difíciles de reprimir. En segundo lugar, los marcadores somáticos pueden estar programados con una carga innecesaria de emociones negativas, que pueden ser el resultado de emociones específicas de la infancia. Y, por último, las emociones pueden convertirse, por su naturaleza automática, en un escollo a la hora de tomar decisiones conscientes que a medio o largo plazo favorezcan la felicidad. Dicho esto, resulta evidente, sin embargo, que la lógica de la supervivencia codificada a lo largo de la evolución de la especie impide, como pretende hacernos creer la sabiduría popular, calificar las emociones de irracionales e imprevisibles. Las emociones son parte integrante de la mente cognitiva, ya que participan en la toma de decisiones de forma integral. De hecho, se ha comprobado que los casos de daños cerebrales que afectan a la componente emocional del cerebro provocan comportamientos irracionales. La imposibilidad de evitar las emociones, la dificultad para controlarlas y, sobre todo, para reprogramarlas conscientemente parecen dar la razón a Albert Schwaitzer , médico pacifista, premio Nobel de la Paz en 1954, que dijo: “La felicidad no es más que una mala memoria y una buena salud”. […]

El puzle emocional y la automatización de los procesos

Para complicar más el puzle emocional debemos traer a colación un hecho probado y sorprendente, característico de los colectivos humanos. La historia de la civilización es la historia de la progresiva automatización de los procesos. Desde que surgieron las primeras comunidades humanas hace unos diez mil años, el progreso y civilización han sido sinónimos de la automatización sucesiva de los distintos procesos de producción. En la medida en que se consolidaban prácticas como la división del trabajo o la mecanización de la agricultura, se avanzaba en riqueza y bienestar. ¿Acaso se puede negar que la introducción del piloto automático en el tráfico aéreo ha aumentado los índices de eficacia y seguridad? ¿Es cuestionable que la introducción del tractor y la automatización de la labranza de la tierra supuso un paso adelante respecto al arado romano movido manualmente?
Ahora bien, ¿es aplicable a los procesos individuales un razonamiento parecido? Jugaría a favor de esta hipótesis la extrema eficacia de los procesos biológicos automatizados como la respiración, la sudoración, o la circulación de la sangre, comparado con los avatares de las decisiones conscientes como emprender un viaje, casarse, cambiar de trabajo o romper una relación personal. A juzgar por la experiencia, el porcentaje de aciertos, en este último caso, no suele superar, en promedio, el porcentaje de desaciertos. En todo caso, pone los pelos de punta pensar cómo sería la vida, o qué quedaría de ella, si reasignáramos al dominio consciente lo que ahora son procesos automáticos como la respiración. Todo indica que nos hallamos en una situación en la que la progresiva automatización de los procesos colectivos pone al descubierto la alarmante ineficacia de los que todavía no han sido automatizados. Para no adentrarse en la infinidad de ejemplos de la vida amorosa. […]

De nuevo la tristeza maligna

Es el momento de volver al vendaval moderno de la infelicidad: la depresión. Es tal su impacto, que puede tomarse como sustitutivo de la primera. En realidad, son una y la misma cosa. La depresión tiene dos efectos muy preocupantes en nuestras vidas, como individuos y como sociedad: por una parte, limita o anula la capacidad de ser felices, y por la otra, las enfermedades mentales y la depresión son responsables del quince por ciento de las enfermedades en los países desarrollados. […]
Al analizar sus causas se ha hecho referencia, hasta ahora, al miedo, que a veces conduce a la ansiedad necesaria y otras a la desesperación. En el mismo contexto, se ha constatado la arrolladora primacía de las emociones sobre la razón. La otra cara de la moneda es […] la interferencia de las decisiones supuestamente automatizables o automatizadas. ¿Qué otras causas de la infelicidad conocemos?
Al definir la felicidad como una emoción se está sugiriendo que, como todas las emociones, es efímera y que, por lo tanto, el primero en llegar a la meta de la infelicidad será el que haya pretendido ser feliz continuamente. Como dijo Carl Gustav Jung, “incluso una vida feliz comporta cierta oscuridad y la palabra feliz perdería su sentido si no se viera compensada por cierta tristeza”. El psicólogo James Hillaman lo expresaba con estas palabras: “El rechazo a enfrentarse a la emoción, está mala fe del consciente, es la piedra de toque de nuestros tiempos de ansiedad. No nos encaramos con las emociones honestamente, no las vivimos de forma consciente. La emoción queda atrapada como un telón de fondo tétrico, llenando de sombras nuestras vidas, y expresándose a la fuerza de forma violenta. La terapia para este mal depende enteramente de que cambiemos nuestra actitud consciente hacia las emociones. Debemos aprender a valorar las emociones por encima de la consciencia”.
La búsqueda de la felicidad –como la búsqueda del éxito—implica siempre un compromiso y rendir homenaje a la naturaleza ambigua de los humanos. El solo hecho de reconocer físicamente las emociones que acompañan el estado emocional ya posee cierto valor terapéutico. El miedo, por ejemplo, suele ir acompañado de una sensación de ardor en el estómago y de rigidez en los músculos; la rabia, en cambio, se caracteriza por un subidón de energía agresiva y una temperatura corporal más elevada. Cuando un individuo es consciente del tipo de emoción que experimenta, sus lóbulos prefrontales pueden moderar su respuesta emocional. Es más importante concentrarse en los cambios fisiológicos que acaecen que ensimismarse en los pensamientos que los han desencadenado.

Las limitaciones del cerebro

Otra de las razones internas y consustanciales de la infelicidad obedece no sólo a los procesos neurológicos analizados anteriormente, sino también a las evidentes limitaciones del cerebro. Hemos sobrestimado repetidamente –tal vez inmersos en el afán ridículo y prepotente de diferenciarnos del resto de los animales—la singularidad de nuestro cerebro. Incluso ha sido llamado “la máquina perfecta del universo”. La verdad, no obstante, es otra. El cerebro tiene serias limitaciones, perfectamente comprensibles si se piensa en su situación. Los humanos –a diferencia de los crustáceos, que tiene el esqueleto fuera y la carne dentro—tienen el esqueleto y el cerebro en el interior y la carne en el exterior. El cerebro, como dice el neurólogo norteamericano de origen colombiano Rodolfo Llinás, catedrático de Neurociencia de la Universidad de Nueva York, está absolutamente a oscuras. Su única manera de elucubrar qué ocurre en el exterior es interpretando, mal que bien, los mensajes codificados que le llegan a través de los ojos –muchos aquejados de conjuntivitis y de defectos oculares–, los oídos –plagados de otitis—y las células gustativas deterioradas y forzadas a recurrir a las células olfativas, más sofisticadas que ellas, para definir el sabor de las cosas. No es extraño, en tales condiciones, que las elucubraciones del cerebro magnifiquen o subestimen la realidad exterior, con el consiguiente impacto negativo sobre las emociones y las conductas del individuo. Los físicos acostumbran a decir que un noventa por ciento de la realidad es invisible; los grandes neurólogos como Richard Gregory, profesor emérito de Neuropsicología de la Universidad de Bristol, que “el cerebro no busca la verdad, sino que elucubra para sobrevivir”, y los fisiólogos que los circuitos de las percepciones cerebrales son extremadamente complejos y, por lo tanto, vulnerables.
Dadas las circunstancias no es extraño que se cuestione la capacidad del cerebro para acumular y recordar toda la información necesaria para formarse una idea cabal de todos y cada uno de los hechos que se originan en el exterior a lo largo de toda la vida. Es más, hay quien admite, resignadamente, que, ante la imposibilidad de gestionar toda la información disponible y necesaria para calibrar un hecho, un personaje o un proceso, el cerebro opta por conceptualizarlos en modelos abstractos. Frente a una realidad inabarcable en toda su extensión –dice el neuro-científico Semir Zeki, catedrático de Neurobiología de University College de Londres–, el cerebro crea modelos abstractos y casi perfectos –de la casa, el hombre, la mujer o el coche ideales—que contrastan con la trivialidad de la vida cotidiana. Como es de esperar, la comparación rara vez resulta halagadora para la cosa, el individuo o el proceso individual en cuestión, ya que nunca llega a aproximarse del todo al modelo abstracto e idealizado. El resultado es un estado de insatisfacción constante que estaría en la base de la depresión generalizada.
Esta limitación del cerebro para estructurar las experiencias vividas fue teorizada por Aaron Beck hace ya muchos años, en la Universidad de Pennsylvania, y ha dado lugar a uno de los cuerpos más sólidos y exitosos en el mundo de las terapias antidepresivas: las llamadas terapias cognitivas. Cada persona tiene una forma propia de pensar, de estructurar las experiencias acumuladas y algunos lo hacen siempre con un prejuicio sistemático contra sí mismos. […]

Los flujos hormonales

La simple pérdida de control puede explicar determinado tipo de depresiones, pero no situaciones alarmantes como la depresión melancólica o el suicidio. Para entender situaciones como éstas debemos recurrir a las reacciones cerebrales a las que se refería Atkinson. Entre las principales reacciones del cerebro primordial figuraban los flujos hormonales.

Una hormona es una molécula diminuta, comparada con los ácido nucleicos –aunque comparada con el CO2 o el benceno es enorme–, que provoca varios impactos trascendentes. Se trata de un mensajero químico que va de una célula o de un grupo de células a otras. Todos los organismos multicelulares segregan hormonas que llegan a la célula objetivo en forma de señal de alarma, que desencadena acciones determinadas por la naturaleza de la hormona segregada y por la interpretación de la señal por parte del tejido receptor. Sin ánimo de resquebrajar la convicción de los que creen que la capacidad de comunicación diferencia a los homínidos de las demás especies, es doblemente fascinante pensar, a este respecto, que las bacterias también segregan moléculas señalizadores que captan otras bacterias.
Se ha avanzado muchísimo en el estudio del papel que desempeñan los flujos hormonales en el estrés, por ejemplo. Pero cuando se dice que se ha avanzado muchísimo se está haciendo referencia a los marcadores somáticos, susceptibles de activar los flujos hormonales, a los períodos precisos de la vida en los que estos flujos dejan una señal indeleble –entre las ocho y veinticuatro semanas del embarazo, entre los cinco meses del feto y el nacimiento y, finalmente, en la pubertad–; se está aludiendo a los recorridos de los circuitos neuronales, gracias a los estudios realizados en animales. […]

… seguimos sin entender por qué a los homínidos, a diferencia de los otros animales, les basta con imaginar que lo van a pasar mal para pasarlo mal y desencadenar idénticos impactos a los provocados por una amenaza real. Como explica el propio Sapolsky en su libro ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?, cuando una cebra es atacada por una leona, pueden ocurrir dos cosas: que sea devorada o, por el contrario, que a base de correr y con suerte, salve su vida En el segundo caso, el impacto de los flujos hormonales durará el tiempo necesario para que la cebra se reponga del susto y recupere su condición de animal libre y feliz. En cambio, a los humanos les basta imaginar una leona y, aunque estén en plena Quinta Avenida de Nueva York, el proceso de descargas hormonales les causará idénticos estragos físicos que si fuera real. […]

 

EL VIAJE A LA FELICIDAD, Buenos Aires, Destino, 2007, pág 67 a 71.-

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