Tendemos a creer falsamente, como en muchas otras cuestiones, que el tema de la Inseguridad es algo propio de los tiempos de este nuevo siglo. El libro al que pertenecen los párrafos que podrán leer seguidamente, publicado en el año 1951, lo desmiente una vez más:
«Siempre me ha fascinado la ley del esfuerzo invertido, que a veces llamo la «ley de la retrocesión». Cuando intentas permanecer en la superficie del agua, te hundes; pero cuando tratas de sumergirte, flotas. Cuando retienes el aliento, lo pierdes, lo cual hace pensar en seguida en un dicho muy antiguo y al que se hace muy poco caso: «Quien salve su alma, la perderá». Este libro es una explicación de esta ley con relación a la búsqueda de la seguridad psicológica emprendida por el hombre, y los esfuerzos para encontrar una certeza espiritual e intelectual en la religión y la filosofía.
Lo he escrito con la convicción de que ningún tema podría ser más apropiado en una época en que la vida humana parece ser, de una manera peculiar, insegura e incierta. Sostengo que esta inseguridad es el resultado del intento de seguridad, y que, por el contrario, la salvación y la cordura consisten en el reconocimiento más radical de que no tenemos modo de salvarnos.
El espíritu de esta obra corresponde al del sabio chino Lao-tze, aquel maestro de la ley del esfuerzo invertido, el cual declaró que quienes se justifican no convencen, que para conocer la verdad uno debe librarse del conocimiento, y que no hay nada más poderoso y creativo que el vacío, al que los hombres rehuyen…
[…] Según todas las apariencias externas, la vida es una chispa luminosa entre dos oscuridades eternas. Tampoco el intervalo entre esas dos noches es un día sin nubarrones, pues cuanto más capaces somos de experimentar placer, tanto más vulnerables somos al dolor y, ya sea en segundo término o en primer plano, el dolor siempre nos acompaña. Nos hemos convencido de que la existencia vale la pena por la creencia de que hay algo más que las apariencias externas, que vivimos para un futuro más allá de la vida presente, puesto que el aspecto exterior no parece tener sentido. Si vivir es acabar con dolor, falta de integridad y el regreso a la nada, parece una experiencia cruel y fútil para unos seres que han nacido con la capacidad de razonar, abrigar esperanzas, crear y amar. El hombre, ser juicioso, quiere que su vida tenga sentido, y le cuesta trabajo creer que lo tiene a menos que exista un orden eterno y una vida eterna tras la experiencia incierta y momentánea de la vida mortal […]
[…] Los seres humanos parecen ser felices sólo mientras tengan un futuro a la vista, ya sea el bienestar de mañana mismo o una vida eterna más allá de la tumba. Por diversas razones, cada vez son más las personas a las que les resulta difícil creer en esto último. Por otro lado, el futuro de bienestar inmediato tiene la desventaja de que cuando llegue ese mañana, es difícil disfrutarlo plena mente sin alguna promesa de que habrá más. Si la felicidad siempre depende de algo que esperamos en el futuro, estamos persiguiendo una quimera que siempre nos esquiva, hasta que el futuro, y nosotros mismos, se desvanece en el abismo de la muerte.
En realidad, nuestra época no es más insegura que cualquier otra. La pobreza, la enfermedad, la guerra, el cambio y la muerte no son nada nuevo. En los mejores tiempos, la «seguridad» nunca ha sido más que temporal y aparente, pero fue posible hacer que la inseguridad de la vida humana resultara soportable por la creencia en las cosas inmutables más allá del alcance de la calamidad, en Dios, en el alma inmortal y en el gobierno del universo por unas leyes justas y eternas.
[…] Cuando creer en lo eterno resulta imposible, y sólo queda el pobre sustituto de creer en la creencia, los hombres buscan su felicidad en las alegrías temporales. Por mucho que traten de ocultarlo en las profundidades de sus mentes, son bien conscientes de que tales alegrías son inciertas y breves, y esto tiene dos resultados. Por un lado, existe la ansiedad de que uno pueda perderse algo, de modo que la mente se agita nerviosa y codiciosamente, revolotea de un placer a otro, sin encontrar reposo y satisfacción en ninguno. Por otro lado, la frustración de tener siempre que perseguir un bien futuro en un mañana que nunca llega, y en un mundo en el que todo debe desintegrarse, hace que los hombres adopten la actitud de «al fin y al cabo, ¿para qué sirve?»
En consecuencia, nuestro tiempo es una era de frustración, ansiedad, agitación y adicción a los narcóticos. De alguna manera hemos de aferrarnos a lo que podamos mientras podamos, e ignorar el hecho de que todo es fútil y carente de sentido. A esta manera de narcotizarse la llamamos nuestro alto nivel de vida, una estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace progresivamente menos sensibles y, así, necesitados de una estimulación aún más violenta. Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible.
Para mantener este «nivel», la mayoría de nosotros estamos dispuestos a soportar maneras de vivir que consisten principalmente en el desempeño de trabajos aburridos, pero que nos procuran los medios para buscar alivio del tedio en intervalos de placer frenético y caro. Se supone que esos intervalos son la vida real, el verdadero objetivo que tiene el mal necesario del trabajo. O imaginamos que la justificación de ese trabajo es formar una familia para que siga haciendo lo mismo, a fin de poder crear otra familia…, y así ad infinitum.
Esto no es ninguna caricatura, sino la realidad pura y simple de millones de seres humanos, tan corriente que apenas merece la pena que nos detengamos en los detalles, salvo para indicar la inquietud y la frustración de quienes lo soportan, sin saber qué otra cosa podrían hacer.
Pero, ¿qué vamos a hacer? Parece que hay dos alternativas.
La primera consiste en descubrir, de un modo u otro, un nuevo mito, o resucitar uno antiguo de un modo convincente. Si la ciencia no puede demostrar que Dios no existe, podemos tratar de vivir y actuar como si, después de todo, existiera en verdad.
No parece que haya nada que perder en ese juego, pues si la muerte es el final, nunca sabremos que hemos perdido. Pero, evidentemente, esto jamás equivaldrá a una fe vital, pues es como si uno dijera: «Puesto que, de todos modos, la vida es fútil, finjamos que no lo es.» La segunda alternativa consiste en tratar de enfrentarse sombríamente al hecho de que la vida es «un cuento contado por un idiota», y obtener de ella lo que podamos, dejando que la ciencia y la tecnología nos sirvan lo mejor que puedan en nuestra travesía de una nada a otra.
Sin embargo, éstas no son las únicas soluciones. Podemos empezar aceptando todo el agnosticismo de una ciencia crítica.
Podemos admitir francamente que carecemos de base científica para creer en Dios, en la inmortalidad personal o en cualquier absoluto. Podemos abstenernos completamente de intentar creer, tomando la vida tal como es, sin más. Desde este punto de partida hay, no obstante, otra manera de vivir que no requiere ni mito ni desesperación, pero sí una completa revolución de nuestras formas de pensar y sentir ordinarias, habituales.
Lo extraordinario de esta revolución es que revela la verdad que existe detrás de los llamados mitos de la religión y la metafísica tradicionales. Lo que revela no son creencias, sino auténticas realidades que, de una manera inesperada, corresponden a las ideas de Dios y de la vida eterna. Hay razones para suponer que una revolución de esta clase fue la fuente original de algunas de las principales ideas religiosas, y que está con relación a ellas como la realidad con relación al símbolo y la causa al efecto. El error habitual de la práctica religiosa es confundir el símbolo con la realidad, mirar el dedo que señala el camino y luego consolarse chupándolo en vez de seguir la dirección. Las ideas religiosas son como palabras, poco útiles y con frecuencia engañosas, a menos que uno conozca las realidades concretas a que se refieren. La palabra «agua» es un medio útil de comunicación entre las personas que saben lo que es el agua. Lo mismo es cierto con respecto a la palabra y la idea llamada “ Dios”
Al llegar aquí, no deseo parecer misterioso o hacer afirmaciones de «conocimiento secreto». La realidad que corresponde a «Dios» y «vida eterna» es honesta, sin engaño, clara y expuesta a la vista de todos. Pero es preciso una corrección mental para verla, de la misma manera que una visión clara requiere a veces la corrección que proporcionan unas gafas.
La creencia obstaculiza, en vez de ayudar, el descubrimiento de esta realidad, tanto si uno cree en Dios como si cree en el ateísmo.
[…] La mayoría de nosotros creemos a fin de sentirnos seguros, para que nuestras vidas individuales parezcan valiosas y llenas de sentido. La creencia se ha convertido así en un intento de aferrarse a la vida, de hacerse con ella y conservarla para uno mismo. Pero no es posible comprender la vida y sus misterios mientras uno trate de aferrarla. En efecto, no es posible aferrarla, de la misma manera que uno no puede llevarse un río en un cubo. Si tratamos de recoger agua corriente en un cubo, es evidente que no comprendemos el fenómeno del agua que corre y que siempre estaremos decepcionados, pues el agua no corre en el cubo. Para «tener» agua corriente uno debe dejarla correr libremente. Lo mismo es cierto de la vida y de Dios.
La fase actual del pensamiento y la historia humanos está especialmente madura para ése «dejar correr». El mismo derrumbamiento de las creencias en las que habíamos buscado la seguridad, ha preparado a nuestra mente. Desde un punto de vista estricto, aunque extrañamente, de acuerdo con ciertas tradiciones religiosas, esta desaparición de las viejas rocas y los absolutos no es ninguna calamidad, sino más bien una bendición.
Casi nos impulsa a enfrentarnos a la realidad con la mente abierta, y sólo podemos conocer a Dios a través de la apertura mental, como se ve el cielo a través de una ventana clara; no es posible verlo si se han pintado los cristales de azul.
Pero las personas «religiosas» que se resisten al raspado de la pintura que cubre los cristales, que contemplan la actitud científica con temor y desconfianza y con funden la fe con aferrarse a ciertas ideas, ignoran curiosamente las leyes de la vida espiritual que podrían encontrar en sus propias tradiciones.
[…]Son nuestras creencias, nuestras estimadas ideas preconcebidas de la verdad, que bloquean la apertura mental sin reservas y el corazón de la realidad. El uso legítimo de las imágenes estriba en expresar la verdad, no en poseerla.
Esto siempre lo han reconocido las grandes tradiciones orientales como el budismo, el vedanta y el taoísmo. Tampoco los cristianos han desconocido el principio, pues estaba implícito el comienzo una aceptación de la inseguridad, abrazada sin reservas: «Los zorros tienen madrigueras y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reposar su cabeza.»
[…] Por la misma ley del esfuerzo invertido, descubrimos lo «infinito» y lo «absoluto», no esforzándonos por escapar del mundo finito y relativo, sino mediante la aceptación más completa de sus limitaciones. Por paradójico que pueda parecer, de modo semejante sólo nos parece la vida llena de significado cuando hemos visto que carece de propósito, y sólo conocemos el «misterio del universo» cuando estamos convencidos de que no sabemos absolutamente nada sobre él. El agnóstico, relativista o materialista ordinario no logra llegar a este punto porque no sigue su línea de pensamiento consecuentemente hasta el final…, un final que sería la sorpresa de su vida. Abandona la fe demasiado pronto, deja de lado la apertura a la realidad, y permite que la doctrina endurezca su mente. El descubrimiento del misterio, la maravilla por encima de todas las maravillas, no requiere creencia, pues sólo podemos creer en lo que ya hemos conocido, preconcebido e imaginado.
Pero esto se encuentra más allá de toda imaginación. Sólo tenemos que abrir lo suficiente los ojos de la mente y «la verdad saldrá».
Watts, Allan: La Sabiduría de la Inseguridad, Editorial Kairós, Págs. 4 a 17.-
Realmente me deja muy pensativo este conocimiento. No lo había interiorizado jamas.
Es paradojal: cuando más ansiosos de seguridad estamos, más inseguridad sentimos….
La llamada a vivir es la inseguridad que la institución desconoce con su formación haciendo crecer, en la seguridad social, ese ganado de competencias se impone en la formación educativa, la privacidad, negándose al nacido, esa totalidad naturaleza vital…
Amar vivir, íntegro, esa naturaleza del lenguaje silencioso que es sutil en toda la naturaleza formada en su transformación constantes, ver tal es, sin formación psicológica de el individuo con la totalidad vital.
Ahora es descubrir al conocedor con su conocimiento condicionado, el llamado dador que nunca comparte vitalidad, por su ignorancia de dad , vida que recibimos de esa sencilla vitalidad, amar nacer….
Gratitud.
Atentamente.
Kepake.